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Leer para contarla

Comenzaré por donde menos esperaba, contando sobre un sábado cualquiera, esto es, un sábado especial –algo tiene el sábado que aún nos reconforta. A poco de terminar el mes de abril, por fin llegaron los libreros a casa. Cuatro, sólo cuatro, suficientes para que la vida se instalara en un muro de la sala. Llegaron el viernes por la mañana, con sus vetas y olores, se instalaron solemnes, cimbraron el piso en actitud de espera –un librero sin libros es como una novia en la esquina, impaciente y notoriamente expectante.
Lucían sus juegos de curvas y brillos de encino; así los imaginaba, pero no los había imaginado vacíos. Para el día siguiente por la tarde cuatro grandes lectores llegaron a visitar esos libreros sin libros. A un lado, doce cajas de cartón que poco a poco hasta el anochecer se fueron vaciando. Me gustaría decir cómo se acomodaron los libros, si hubo criterio, cuál fue… pero eso no importa ahora. Sólo puedo decir que los más importantes para este lector quedaron en lugar aparte, y que algunos ya no llegaron al librero, se refugiarán en alguna librería de viejo, otros ocuparán su lugar.
Pasaron algunas noches antes de sentarme por fin a disfrutar de mis libros entre tablones de madera. Cuando llegó el momento, parecía que la espera había terminado… por fin me encontraba de nuevo con un pedazo de mi historia. Digo que soy de Chiapas, que allá está mi historia; digo que hace once años vivo en la ciudad de México, que aquí he continuado mi historia; pero digo también que soy cosmopolita y que mi historia se diluye en muchos lugares… porque leo.
No suelo disfrutar los viajes al extranjero, pero cómo disfruto leer sobre un comerciante del norte de África que en el año mil viajó al centro de Europa, con la única intención de explicar a la esposa de su socio comercial que la poligamia no es inmoral, y que los negocios entre un creyente cristiano y uno musulmán bien pueden superar las creencias culturales y religiosas –como lo cuenta de manera formidable Abraham Yehoshua en Viaje al fin del milenio.

VIAJAR PARA CONTARLA

Más de uno ha escrito, en frases que se graban en mármol, sobre la metáfora de la lectura como viaje. No añade nada a la historia de las ideas decirlo una vez más. Unos han hablado de este viaje como una travesía por el mundo: ciudades, culturas, pueblos, hazañas, catástrofes. Otros dan un paso más: la literatura es el viaje al centro de uno mismo –si aún tenemos centro–; con el psicoanálisis de nuestro fenecido siglo XX esta idea ha echado raíces más profundas.
«Vivir para contarla» bien podría parafrasearse como «leer para contarla». ¿Contar qué? La vida, qué otra cosa. En poquísimas ocasiones he leído a alguien afirmar que el viaje literario no es más que un paseo por el barrio, la comunidad, el pueblo; el pequeño paseo matutino por la intimidad de las familias y sus historias de amor y oscuridad –pienso en Amos Oz. Sea como sea, la metáfora parece –contra Nietzsche? que no se ha gastado, al menos en lo esencial.
A sabiendas de que esta historia se ha manoseado –para nuestra fortuna– en tantos y tantos lectores, porque los hay, ¿qué podemos decir? Quizá solamente aquello que podemos decir de los viajes: que París sigue siendo bella, que Roma se mantiene a pesar de la erosión de sus piedras; que leer aún se disfruta como un viaje. Borges decía que los hombres no necesitamos muchas historias, que en realidad nuestro imaginario está poblado de algunas cuantas cosas que gustamos contarnos de una y otra y otra manera, una y otra y otra vez. Así es la literatura como viaje, el regreso a casa que nunca queremos dejar de disfrutar, la visita obligada al mundo, sin espíritu de novedad, antes bien, con deseos de repetición y variante. Al viajar con un libro lo más importante no es la historia que nos cuenta, el lugar que visitamos, sino la voz que nos susurra al oído la historia que ya conocemos.
Si leer es un acto del oído, y eso es lo que es, entonces lo que disfrutamos es lo que en música se conoce como «variante sobre el mismo tema». La originalidad, como se nos cuenta en un bello libro –Diez (posibles) razones para la tristeza de pensamiento–, no es la prerrogativa del lector.

MI VIDA CAMBIÓ

Orhan Pamuk escribió así las primeras líneas de su novela La vida nueva: «Un día leí un libro y toda mi vida cambió. Ya desde las primeras páginas sentí de tal manera la fuerza del libro que creí que mi cuerpo se distanciaba de la mesa y la silla en que estaba sentado. Pero, a pesar de tener la sensación de que mi cuerpo se alejaba de mí, era como si más que nunca estuviera ante la mesa y en la silla con todo mi cuerpo y todo lo que era mío y el influjo del libro no sólo se mostrara en mi espíritu sino en todo lo que me hacía ser yo». Fue un libro-viaje que no disfruté mucho, pero la frase es real y verdadera.
Esas cosas pasan; desde que existe el libro a todos los grandes escritores les ha pasado; y a los no escritores y no tan grandes, también. Pero, ¿por qué cambia la vida? ¿Qué poder chamánico se oculta en las páginas de un buen libro? Los inquisidores sabían de esta posibilidad y temieron; los profesores conocen esta posibilidad y por eso se preguntan más de una vez qué libro recomendarán a sus alumnos; los editores se aprovechan de ello y dan rienda suelta a sus caprichos; los escritores aspiran a cambiar la vida de alguien –para mejor, quiero creer–, aunque saben que es muy probable que no lo logren; creo que sólo aquel lector incauto que está por sentir un cambio en su vida, sin vacuna que le proteja, sólo él puede disfrutar la primera brisa del viaje.
Porque algo se pierde o se gana luego de que la vida cambia. Le escribía Nietzsche a uno de sus amigos poco antes de ser abandonado en la locura: «Has tardado en encontrarme, pero ahora será imposible perderme». Hay lugares, que una vez visitados, no se pueden negar, olvidar, dejar atrás. No me importa cuál era el sentido preciso de las palabras de Nietzsche, lo que me importa es que podemos decir que cuando un libro cambia la vida, no hay vuelta atrás; como cuando conocemos la diferencia entre lo bueno y lo malo, que no la podemos simplemente abandonar. El poder de metamorfosis de la literatura es tan sutil que hay quienes caen en la cuenta del viaje que han iniciado hasta mucho tiempo después, para otros, es una cuestión inmediata, una aparición repentina.

VIAJAR CANSA, LEER NO

Descubro que hoy puedo viajar a casi cualquier parte del mundo ?los destinos, meses sin intereses, cientos de aerolíneas, hoteles de toda monta, todo está puesto. Pero sé perfectamente que no quiero pasármela viajando, maleta o mochila al hombro, con o sin dinero, por trabajo, hobbie o escape espiritual. Viajar cansa: husos horarios, comidas simplonas o muy condimentadas, colchones que destrozarían mi espalda, camiones con desodorante de fresa, curvas, rectas, sol, lenguas que no comprendo y mil cosas maravillosas también. La aventura siempre tiene límite. Si la aventura es infinita, entonces se transforma en cotidianidad.
Descubro que hoy podría leer casi cualquier cosa que se haya escrito y conservado ?contemporánea o de hace miles de años, comentada o desnuda en su complejidad, ficción o realidad, siempre en papel, por supuesto. Y podría pasar todos los días de mi vida leyendo algo: novela, cuento, ensayo, biografía, correspondencia, teatro, periodismo, tratado… Porque hay una sola pregunta que no dejo de tener en mente cada día: darle sentido a este mundo, darle sentido a esta vida.

LA TAREA DEL VIAJERO Y DEL LECTOR

Como Oliverio Girondo, puedo soportar muchas cosas, ¡pero eso sí! –y en esto soy irreductible– no les perdono, bajo ningún pretexto, que no se dejen atrapar. La asepsia literaria y la del viajero son imperdonables: no hay peor trotamundos que el que no se quiere empapar, y afortunadamente este mundo da para zambullirse una y otra vez en muy distintas aguas; no hay más despreocupado lector que quien sólo quiere cultivarse, o informarse, o entretenerse, mientras un gran escritor le cuenta una maravilla que recibe sin espíritu de asombro. Por supuesto, no es un imperativo, pero es el sabor de la lectura, dejarse atrapar.
Conocemos a más de una persona que recuerda, con particular cariño, las conversaciones que ha sostenido en sus viajes: a quiénes conoció, qué le contaron, cómo le narraron las historias del lugar, las palabras nuevas que aprendió, el tono, ritmo y matiz de su modo de hablar. Las conversaciones ocupan otro de los motivos centrales del viaje.
En la literatura, la cosa no puede ser de otra manera, es más, se trata del corazón de la lectura. Lo importante no es simplemente leer, conversar con un autor sobre alguna cosa, dejarse envolver por su voz mientras vamos leyendo. La médula de la literatura se concentra en las buenas o altas conversaciones que sostenemos con los autores. Por eso, hay que ver bien qué libro arrimamos a nuestras manos. Hay un abismo entre un panfleto de ideologías o una novela vacía y una gran novela o un delicado poema. El buen viajero identifica al buen conversador del lugar, el buen lector identifica la conversación de altura de un gran escritor.

CONTRA LA LITERATURA

Contra ella, una sola cosa: el mundo, la vida, le dan la vuelta. Ajustarse a la literatura es como vestir un sofocante corsé. Parece una verdad a todas luces evidente, pero no es así. No hay nadie más aburrido y pretencioso que el que saca sus conversaciones de los libros que ha leído, quien vive de la cita o el plagio, el misántropo ensoberbecido. Quizá en la misma literatura se halle la cura. Claro, hace falta saber leer, saber escuchar, saber callar.

COLOFÓN

No se puede recorrer el mundo entero, tampoco la literatura, pero ¿qué importa?

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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