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La generación que cambió las armas por las letras

La revuelta y solamente la revuelta es creadora de la luz, y esta luz no puede tomar sino tres caminos: la poesía, la libertad y el amor.1
André Breton
¿A quién corresponde la poco clara tarea de juzgar el 68? Muchos de sus críticos o analistas fueron también protagonistas de los movimientos. Otros lo vivieron de pequeños. Mi generación sólo tiene vagos recuerdos de las anécdotas paternas. Recuerdos con un saborcillo un tanto ácido y vago olor a mariguana. A mí no me llevaron nunca a un mitin, mis padres nunca fueron hippies y lo más «locochón» que hacía mi madre era ponerse faldas dos dedos arriba de la rodilla –para mi abuelo significaba prácticamente perder la moral– e ir a una misa donde los chavos del coro cantaban acompañados de batería y guitarra eléctrica. Por supuesto, eso no duró mucho, el párroco alegó que a la iglesia se iba a rezar y no a reventarse.
Mi madre amaba –como muchos millones de chicas– a los Beatles. Mi abuela los toleraba porque tenían bonita voz y –al menos en su primera etapa– letras con sentido profundo. Mi abuelo los detestaba por «vagos y greñudos». Mi madre era una revoltosa de clóset. La rígida autoridad paterna era suficiente amenaza para ponerla en paz, pero no por ello dejaba de ser un tanto cuanto activista dentro de su grupo conservador de amigos con ganas de cambiar el mundo.
Esa consigna de cambiar el mundo ha movido siempre hordas de gente joven pero, ¿por qué el 68 fue tan diferente?, ¿qué había «flotando en el viento»? Quizás una juventud cansada de injusticias, quizá una sociedad demasiado impositiva, un conjunto de normas establecidas y un todo que algún día debía explotar.

UNA VUELTA POR EL 68

En Praga, el presidente Dubcek tenía planes para liberalizar al país, pero los rusos se encargaron de recordarle el Pacto de Varsovia a punta de cañón. En toda Europa había movimientos estudiantiles de izquierda reclamando libertad, acusando a las autoridades de envejecidas y represoras, luchando porque la juventud no apestara a naftalina.
En París, la libertad sexual jugó un papel clave. Una de las primeras fotografías registradas que tienen relación directa con lo que más tarde sería un movimiento estudiantil en forma, fue tomada en Nanterre. En lo alto de un edificio, una chica se asoma por la ventana de su dormitorio para tomar la mano de su novio, quien se asoma a su vez por la ventana de la habitación contigua. Un letrero debajo de ellos pide libertad.
En Estados Unidos la SDS (Students for a Democratic Society) luchaba contra las guerras y en pro de una nueva democracia participativa. Los hippies, por su parte, no luchaban, sólo manifestaban su inconformidad ante las guerras y estaban enamorados del amor.
En México no existía la libertad de expresión. El Estado era dueño de la información que llegaba a sus ciudadanos y los pocos que se atrevían a levantar la voz sabían con antelación el precio que pagarían. En todo el mundo la mujer seguía ocupando un lugar inferior al del hombre social, laboral, familiarmente. Mi madre no fue a la universidad, mi abuelo se lo prohibió. Punto. El mundo estaba salpicado de guerras, injusticias sociales, autoritarismo rancio, falta de libertad de cualquier clase. Todo eso debía cambiar y un puñado de jóvenes se dio a la tarea de luchar para que eso sucediera.

LAS MARGARITAS QUE NO RECOLECTAMOS

¿Qué pasó con ese mundo ideal? ¿No debería ser mi generación quien se alimentara de los dulces frutos que los sesentayocheros cultivaron? Nicolas Sarkozy, en un desplante –casi rabieta adolescente– dijo en un discurso en Bercy en abril del año pasado que los herederos del 68 «proclaman: “Haced lo que yo digo, no hagáis lo que yo hago”. Ésa es la izquierda heredera de Mayo del 68, la que está en la política, en los medios de comunicación, en la administración, en la economía. La izquierda que le ha tomado gusto al poder, a los privilegios. La izquierda que no ama a la nación porque no quiere compartir nada. Que no ama a la República porque no ama la igualdad. Que pretende defender los servicios públicos, pero que jamás verán en un transporte colectivo. Que ama tanto la a escuela pública, que lleva a sus hijos a colegios privados».
Si bien considero que el ánimo del presidente francés no es conciliador sino confrontacional y que apunta claramente a sus propios beneficios políticos, también creo que lleva un poco –siquiera una pizca– de verdad. La mayoría de los activistas de los movimientos de entonces son ahora hombres productivos, visten de traje y llevan una vida cómoda: socialismo de vitrina. ¿Será que la utopía no alcanzó? ¿Se nos acabó muy pronto el ánimo revolucionario?
En México –y a todo lo largo y ancho del globo– quedan todavía muchos problemas por resolver. Por una parte creo que la juventud no puede –no podemos– negar que el 68 sacudió y cambió el mundo. Por otra, mi generación no es una de grito y puño en alto, no nos saludamos mostrando el índice y el cordial –queremos paz y amor, pero no lo expresamos con ese signo, para nosotros tan gastado–; no pensamos en hacer mítines para cambiar el mundo, lo hacemos desde donde estamos; tratamos de estar informados y opinamos sobre política, estamos en desacuerdo con las injusticias y estamos conscientes de los problemas sociales que siguen en la agenda de nuestro país. Sin embargo, somos menos contestatarios.
Tenemos la libertad de decir –casi– todo lo que pensamos, los adultos son menos duros con nosotros, las mujeres vamos a la universidad, pagamos nuestras cuentas, somos independientes. Por supuesto, sería utópico pensar que eso pasa en todos los estratos sociales y culturales de nuestro país, pero hablo desde la propia experiencia, nada periférica, por cierto: la de una mujer joven, clasemediera y con estudios, en vías de desarrollarse profesionalmente.

LETRAS DESDE LA TRINCHERA

¿Qué nos dejó el 68? Ya vimos: en lo social más libertad y más –aunque nunca suficiente– conciencia social. Apelo una vez más, y pido disculpas por el abuso, a mi experiencia personal. Como estudiante de Literatura y escritora en ciernes, considero necesario hablar ahora de las consecuencias del 68 sobre esta rama del arte. La intención de hacerlo no resulta gratuita. La literatura ha sido siempre catalizadora de lo social. Antes se decía «hombre de letras, hombre de armas», ahora el escritor blande su pluma en lugar de una espada, a veces mucho más filosa que aquella, para recrear un universo que no es sino el reflejo, distorsionado o no, del mundo que habitamos.
No es casualidad que los movimientos sociales tengan repercusiones evidentes sobre el arte. Si bien no podemos desligar la cultura de nuestro país de lo que pasaba en el mundo política y socialmente, creo que nuestras mayores influencias artísticas son, y por supuesto lo eran en la época, la norteamericana y la francesa. La literatura de la Onda tiene una filiación innegable al movimiento Beat norteamericano. La vanguardia del liberalismo francés se paseaba, y aún lo hace, entre las manos de los escritores e intelectuales mexicanos. El boom latinoamericano, que por fin uniría a nuestra América en una búsqueda estética común, comenzaba a tener una ineludible efervescencia.
Octavio Paz, en aquel entonces agregado cultural de México en la India, renunció a su diplomático puesto en protesta por los acontecimientos del 2 de octubre en Tlatelolco. Por esa época (en 1966) dio a luz Blanco, un poema lleno de lirismo y color, con una clara influencia de la estética de la pintura tántrica de la India. «Es un poema –me respondió– que invita a la experiencia escénica. Es un poema de amor y erotismo. También es muchas cosas más», diría el mismo Paz a Frederic Amat, artista catalán que años más tarde se encargó de llevar a escena el poema con un juego de proyecciones de figuras y colores acompañado de música y voz.
La literatura mexicana gozaba en la década de los sesenta de un fulgor y una sedienta búsqueda de ruptura que ahora vemos poco. José Agustín publicó De perfil (1966;Salvador Elizondo, su obra más conocida: Farabeuf (1965;Carlos Fuentes nos regaló su Cambio de piel (1967) y Cumpleaños (1969;Vicente Leñero ganó el premio Biblioteca Breve por su aclamada Los albañiles. Junto con ellos, Juan José Arreola, Carlos Monsiváis, Elena Garro, su homónima Poniatowska y un largo etcétera conformaban la cuadrilla de intelectuales que buscaban dar a la literatura mexicana un giro imprescindible e inevitable. Eran tiempos de ruptura, de cambio político y social y es justamente el arte el mejor termómetro de la sociedad y sus vicisitudes.
En medio de este torbellino, la comunidad intelectual comenzó a tener una importante presencia a nivel social. Preocupados por las terribles consecuencias del 68, los intelectuales cobraron consciencia de su labor y comenzaron a surgir publicaciones que ponen el dedo en la llaga de lo que el movimiento estudiantil dejó y provocó en la sociedad, como La noche de Tlatelolco de Poniatowska, Días de guardar de Monsiváis, Los días y los años de Luis González de Alba y, una década después del movimiento, México 68: juventud y revolución de José Revueltas. Si bien estos cuatro escritores se preocuparon por dar fe y analizar lo ocurrido (todos estuvieron cerca del movimiento), en la mayoría de los escritores mexicanos, el 68 hizo mella en su obra de otra manera, que finalmente caracterizaría la literatura de la década posterior: una búsqueda estética de la libertad.

LUCHAR DESDE LA ESTÉTICA

Después de 40 años la juventud de este país es otra. A nosotros no nos toca vivir la inquisitoria censura del Estado, ni movimientos estudiantiles tan radicales. Sin embargo, vivimos una época en la que todo sale a la luz: habitamos un país donde siempre ha habido corrupción, pero ahora se nota más; un país donde siempre ha habido crimen y violencia, pero ahora no nos lo callamos; donde siempre ha habido inequidad, pero estamos más conscientes de ella.
El 68 no solucionó nuestros problemas, pero los puso sobre la mesa. Nuestra generación no sufre como la de entonces, tampoco tiene el mismo ánimo combativo. No reniega del 68 –tenía que suceder y qué bueno que ya pasó– pero tampoco se siente su heredera. La literatura contemporánea tiene menos ganas de cambiarlo todo, no porque no le interese la ruptura o se apoltrone cómodamente en el sillón de la indiferencia, sino porque simplemente no le toca luchar desde la trinchera política, sino desde la estética, que no es poca cosa.

1 Esta cita de Bretón apareció como consigna sobre un muro de la facultad de Derecho de la Universidad en París, durante la

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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