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Qué retos enfrenta un nuevo director. Mitos y realidades

La experiencia muestra que en el desempeño eficaz de un nuevo puesto de alta dirección influyen varios factores cuya importancia es proporcional al nivel de responsabilidad asumido.
Cuando John J. Gabarro, de Harvard Business School, estudió por primera vez de modo sistemático qué factores resultan determinantes para que un directivo tenga éxito tras ser nombrado director general, divisional o funcional de una gran empresa, identificó cuatro:

  • Periodo de tiempo prolongado para hacerse realmente del cargo;
  • Etapas previsibles de un desempeño eficaz;
  • La experiencia en el sector acorta sensiblemente el tiempo necesario para hacerse del cargo;
  • Una buena relación con el superior acrecienta enormemente las posibilidades de que el proceso sea un éxito.

Efectivamente, la realidad es que se trata de un proceso entreverado de aprendizaje, decisiones y acciones, y en este sentido se parece a algunos retos y circunstancias que encara un nuevo directivo; sin embargo, difiere en el nivel de responsabilidad que tiñe todo lo demás. Repasemos ahora las fases que identifica Gabarro:
1. Toma de posesión. Suele durar alrededor de medio año y marca el tono de todo el proceso. Durante ese período el nuevo directivo busca orientarse, para ello se centra en entender el trabajo, los problemas y limitaciones, los recursos, la organización de que dispone, el entorno y el negocio, revisa la estrategia y demás políticas y su primer resultado es un mapa solamente orientativo.
Es el momento de evaluar la información y preguntarse acerca de la validez de las creencias más acendradas sobre el negocio y la organización; después será ya muy difícil que lo haga. Se trata de una luna de miel en la que es crucial afianzar la credibilidad. Si se actúa muy despacio se pierde una ocasión de oro y un tiempo precioso y da apariencia de indecisión; sin embargo, la precipitación puede implicar acciones insuficientes por falta de información o cerrar opciones de futuro quizá claves.
Durante esta fase las acciones son más bien correcciones del rumbo a partir de lo que acaban de aprender y, sobre todo, de su experiencia previa y además, resuelven todos los problemas que pueden. En una reconversión este período se alarga sustancialmente.
2. Inmersión. Comparada con la anterior, esta etapa es tranquila y los cambios se reducen drásticamente. La toma de decisiones pierde velocidad, pero gana en fundamento, alcance y concreción, pues el directivo va ganando una comprensión más profunda de la dinámica básica de la organización, de su gente y del negocio.
Contrastar resultados de acciones propias permite que el directivo revise sus ideas sobre lo que era necesario hacer. Aprender de las relaciones y conflictos diarios amplía su base de experiencias y le ayuda a descubrir comportamientos y circunstancias que había pasado por alto. Es el momento de preguntarse si se cuenta con el equipo preciso de gente.
La eficacia exige que este periodo termine con un plan de acción ya perfilado en sus detalles que permita mejorar la situación cara al futuro.
3. Reconfiguración. El directivo centra sus esfuerzos en retocar o renovar la organización para llevar a la realidad los elementos críticos del plan de acción. Se trata de nuevo de una fase de intensa actividad de cambio, que suele incluir alteraciones estructurales internas y de estrategia. Es la prueba de fuego de su competencia y también de su equipo, será el momento para comprobar si dispone de la gente necesaria, que suele entrañar la restricción más difícil de superar. Asimismo, debe prestar atención especialmente al feedback de la eficacia de ventas, distribuidores y clientes, pues configuran una fuente relevante de aprendizaje.
4. Consolidación. La atención del directivo se dirige ahora hacia el seguimiento y la evaluación de los cambios claves emprendidos en la etapa anterior. Toma junto a su equipo medidas correctivas, lo que implica identificar los problemas derivados de la implementación, estudiando y diagnosticando las consecuencias no previstas ni deseadas con el fin de, luego, decidir cómo afrontarlos para resolverlos o minimizarlos.
En esta fase también se pueden recuperar aspectos del plan que no pudieron abordarse en su momento, quizá porque ahora el directivo ya ha encontrado o puede incorporar a quien buscaba, o está en disposición de trasladar a algún miembro de la organización que no convenía mover antes.
5. Afinado. Las oportunidades comerciales, las innovaciones tecnológicas, las posibles adquisiciones o la mejora de la operación de la empresa concentran los esfuerzos del directivo, que debería vivir esta etapa con tranquilidad, salvo problemas en el negocio o en el entorno económico. El aprendizaje no desaparece, sino que es incremental dentro de una cierta rutina.
Como apuntábamos, varios factores ayudan a que este proceso se corone con acierto. La experiencia directiva y funcional y las competencias determinan el modo en el que uno aborda el nuevo puesto, qué acciones emprende y el grado de competencia con el que las realiza. En general los directivos tienden a repetir las pautas que anteriormente les han funcionado, en primer lugar en las áreas con las que están más familiarizados.
La experiencia previa de la empresa, de la que carece el directivo que viene de fuera, permite emprender acciones más rápidamente y con mayor profundidad en la primera etapa, velocidad e intensidad que se extiende a las otras fases. Además, el grado de fracaso se incrementa exponencialmente entre los que proceden de otras compañías. Así, Gabarro considera fracaso cuando el nuevo directivo es despedido dentro de los tres primeros años de su nombramiento.
El estilo del directivo afecta a cómo toma las decisiones, cómo se relaciona con su jefe y cómo la gente responde a sus iniciativas. Sin la necesaria confianza de todas las partes el proceso difícilmente llegará a buen fin. Quizá la diferencia más sobresaliente entre los directivos que consiguen resultados y aquellos que fracasan sea la calidad de las relaciones laborales de que se disponga al final del primer año Los conflictos con los jefes suelen surgir por problemas de delegación y de control. A menudo la razón estriba en que las expectativas no quedan suficientemente claras justo porque los estilos, prioridades y creencias son distintas.
En resumen: el nuevo directivo necesita tiempo para entender la situación y poder hacer algo que realmente impacte. Los directivos paracaidistas raramente triunfan. El estilo del directivo no sólo influye en el clima laboral, sino también y de modo muy relevante en las decisiones y en su implantación.
Las sucesiones exitosas las realizan directivos que definen su mandato de modo tan específico y explícito como sea posible, mantienen informados a sus superiores y discuten con ellos en detalle los cambios que van a emprender, especialmente en la primera etapa. Son muy conscientes de sus limitaciones en conocimientos y experiencia, y las suplen aprendiendo de los colegas y pidiéndoles consejo. Por el contrario, los fracasos proceden de agendas poco definidas y de soberbia profesional.
Los superiores pueden ayudar decisivamente en las sucesiones anticipando los problemas potenciales que habrán de afrontar directivos sin suficiente experiencia aportándoles el soporte desde arriba con coaching y medios, o desde abajo con subordinados.
Como hacerse del cargo lleva tiempo, pretender desempeños a corto plazo o nombrar directivos para períodos muy reducidos normalmente carece de sentido, pues los afectados no pasarán de la etapa de inmersión. No cabe una evaluación, ni siquiera prematura, hasta que finalice la tercera fase de reconfiguración, ni un verdadero aprendizaje hasta la etapa de afinado.
Por último, a la hora de elegir un sucesor para la alta dirección, hay que tener en cuenta que, aunque existen los directivos profesionales con competencias que pueden transferir de un sector a otro, y de un puesto al siguiente, la carencia de una experiencia sectorial y funcional relevante se nota.
Los responsables tendrán que saber equilibrar lo que conviene a un directivo en su proceso de formación, que se nutre fuertemente de la exposición a experiencias exigentes en las que unas veces tiene aciertos y otras no, y lo que necesita la empresa, que es eficiencia y eficacia. Como apunta Gabarro, un criterio orientativo podría ser que, a la hora de asignar a un directivo un puesto de alta responsabilidad, no le resultara totalmente ajeno a su experiencia, lo que le permitiría a su vez crecer y aportar resultados, porque para un directivo hacerse del cargo es fruto del aprendizaje y de su impacto práctico.

EL PODER DEL DIRECTIVO

En general se distinguen dos fuentes de poder: la que surge de las características personales del directivo y la que procede de su posición en la organización (figura 1).
Entre las características personales, la experiencia cobra mayor importancia: acrecienta el poder de quien la posee cuanto más singular y decisiva sea; por ejemplo, la experiencia que aporta la capacidad de tener una visión comprensiva del negocio y la organización, o la de gestionar las relaciones humanas, frente a la puramente técnica.
La honestidad, la lealtad, la accesibilidad y la simpatía inspiran confianza, fundamento más sólido del poder personal, ya que excluye los recelos anejos a los abusos de poder. A través de su compromiso con la organización el que trabaja genera más trabajo y, por consiguiente, influencia y poder.
Las fuentes de poder asociadas a la posición en el organigrama de la organización determinan la autoridad formal. Los directivos sin suficiente experiencia tienden a considerar que este es el elemento más importante con el que cuentan para desempeñar eficazmente sus nuevas responsabilidades, hasta que descubren que por sí sola la autoridad formal es insuficiente.
La relevancia y la centralidad apuntan al poder que emana de la cuenta de resultados. Cuanto más directa sea la relación con ella, de más poder se dispone; como contrapartida, mayor es el desgaste de su uso. Frente a ese directivo de línea, al staff le resta la baza de la influencia indirecta, que puede resistir mejor los embates del tiempo, pero tiene menor alcance e intensidad.
En los últimos dos decenios, la creciente complejidad ha contribuido a un aumento parejo de la autonomía de los puestos directivos. Aunque hoy se controla más, también se delega más, lo que a menudo no se reconoce ni se aprovecha suficientemente. Los nuevos entornos complejos y cambiantes demandan políticas y sistemas de toma de decisiones no rutinarias, sino innovadoras, adecuadas a la situación y al momento, alejadas de una aplicación automática de normas preconcebidas.
Quizá uno de los primeros pasos a dar sea elaborar una cartografía de las influencias a las que se ve sometido y que también puede ejercer (¿de quién dependo realmente y quién depende de mí para llevar a cabo su trabajo?, ¿cómo puedo influir en esas relaciones?, ¿dónde puede surgir el conflicto?).
La dinámica del poder supera con creces la relación jefe-subordinado e invita a edificar y cuidar una amplia red de relaciones internas y externas. Dos son las reglas a seguir: la primera es que donde la autoridad formal no alcanza ha de llegar la influencia; la segunda, que es preferible sobreestimar la dependencia que subestimarla. Actualizar el mapa evitará al directivo muchos conflictos y le ayudará a gestionar otros tantos.
Por último, la contribución del nuevo directivo se traducirá en capacidad de poder en la medida en que los superiores y el resto de los miembros influyentes de la organización lleguen a ser conscientes de esa contribución.
El contexto en el que se mueve el nuevo directivo en cada momento le dará pistas valiosas para esgrimir los elementos más oportunos; sin embargo, ejercer influencia sin credibilidad es imposible, aunque se disponga de autoridad formal. Los demás atribuyen o no credibilidad a un directivo según la percepción que tengan de sus motivos e intenciones, sus competencias directivas y técnicas y su capacidad de implantar las decisiones que adopte. El nuevo directivo tiene que construir esa credibilidad, y quizá esa sea la mayor prioridad.

PARADOJAS DEL PODER

Las competencias requeridas y los modos de proceder eficaces para aportar una contribución individual exitosa son muy distintas de las que se esperan en un directivo. La transición que desemboca en una nueva identidad suele ser dura, a menudo debido a los prejuicios erróneos que existen sobre el papel del directivo. La propia Linda Hill desvela algunos de esos mitos (figura 2), fruto de una concepción simplista e incompleta que conduce a errores directivos y a faltas de responsabilidad en áreas clave que ha de cubrir un verdadero líder.
La autoridad, una mayor autonomía y la libertad no vienen con el puesto, las acompaña la dependencia de una red muy amplia que incluye el propio equipo, subordinados, colegas, jefes, clientes internos y externos, proveedores internos y externos, y otros miembros de la organización. En consecuencia, la presión de la rutina diaria crece a la vez que se fragmenta y se pierde la sensación de control, y la reemplaza la de que no se llega a casi nada. Como apuntaba un directivo recién ascendido: «en vez de convertirme en jefe, he pasado a ser el rehén de muchos secuestradores».
Aceptar el papel de ser uno más dentro de una red supone negociar constantemente, estar superado por las peticiones, pero también sacar partido de unas relaciones que permiten llegar mucho más allá de las áreas sobre las que se tiene mando, y hacerlo más deprisa. El mando es reemplazado por la autoridad del prestigio profesional y la confianza en la persona, a la que se puede añadir la sutilidad de la influencia que aporta el arte de gobernar la red de la que se es rehén.
Esta situación se enfatiza cuando se desean emprender cambios. Si uno se centra en el poder derivado del puesto, su rendimiento será incomparablemente menor a que si se afana por inducir cambios dentro y fuera de su área de responsabilidad y así asegurar en la medida de lo posible que sus acciones acarreen los resultados deseados. O se influye en el entorno o uno se queja de él con sus jefes: lo segundo es proclamar que no se está maduro para el puesto.
Cuanto mayor sea el talento de los subordinados menos proclives serán a seguir simplemente órdenes. Si no se tiene esto en cuenta, el directivo puede llegar a interpretarlo como una desobediencia o un insulto, lo que en el fondo significa que no ha logrado llenar de respeto y confianza un mero cargo. Es la hora de demostrar que se tiene carácter para hacer lo correcto, lo que repercute intensamente en los subordinados que suelen prestar atención a lo que el jefe hace y dice, y también a lo que no hace ni dice.
Al carácter hay que añadir la capacidad técnica, especialmente la directiva, para demostrar que uno sabe hacerlo. El riesgo estriba en desear subrayar que se tienen competencias técnicas intentando hacer las cosas directamente, microdirigiendo: si eso se repite causará un efecto reductor en la credibilidad como líder. Un ejemplo de microdirigir se da cuando, en vez de gestionar equipos como tales, se abordan miembro a miembro, con el consiguiente riesgo de llegar a acuerdos individuales que minan el clima general.
Existe una ley del poder no escrita, pero sí contrastada en la práctica, según la cual, cuanto más poder delega un directivo en su gente, mayor es la influencia que ejercerá. Hacer sitio para que la gente sea creativa, tenga iniciativas y asuma responsabilidad es hacer sitio para la credibilidad y el prestigio del directivo como líder.
La actitud del jefe del nuevo directivo es decisiva en su proceso de adaptación exitosa. Si el primero logra crear una relación de confianza por la que el segundo se anima a buscar su ayuda cuando cree que la necesita, sin consecuencias negativas para su prestigio; y si el primero ayuda cuando debe hacerlo y enseña al segundo a ayudarse a sí mismo cuando no conviene que intervenga directamente, es decir, si se crea una relación de mentoring, de acompañamiento educativo, el superior ganará enormes dividendos de influencia y el nuevo directivo capitalizará una seguridad psicológica crítica en el desempeño de su responsabilidad.
Ayudar, como gobernar, está reñido con hacer, y no hacer para un jefe es a menudo una tarea muy difícil. Efectivamente, dirigir es hacer hacer, no hacer por otro, y para eso se necesita temple personal y respeto y cariño por el dirigido.

Bibliografía: Gabarro, John J. The Dynamics of Taking Charge. Harvard Business School Press. Boston, 1987.Hill, Linda A. Becoming a Manager. Harvard Business School Press. Boston, 2003.Hill, Linda A. «Becoming the Boss». Harvard Business Review. vol. 85. nº 1, 2007. pp. 48-56.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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