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Relativismo moral: el disfraz del corrupto

Hablemos de corrupción. Un tema que estremece con fuerza y se esfuma con velocidad. Porque en un entorno donde todo parece ser relativo, el corrupto pasa desapercibido y da lugar a un cinismo impune.
Rafael Gómez Pérez
Casi no hay día en el que no se conozca una nueva corrupción de políticos o más datos sobre antiguas historias. Esta insistencia en la información es el reflejo de la insistencia en la perpetración. Es lo peor que puede ocurrirle a la política: que deje de ser res pública, cosa de todos, y corre el peligro de ser cosa de unos cuantos.
Es muy repetida la frase de Lord Acton (1834-1902): «El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente». El gobierno totalitario es ya en sí mismo corrupción; pero la corrupción se instala con demasiada frecuencia también en los regímenes democráticos.
Ya se sabe que la democracia no es un régimen político perfecto, porque la perfección, difícil en todo, lo es más en política donde, se diga lo que se diga, se juega con dos cartas muy peligrosas: la del poder y la del dinero. De la mezcla fraudulenta de esas dos cartas nacen los casos de corrupción.
Los hay en casi todas partes. No hay país que se libre. Parece extraño que con los numerosos casos que ya están registrados siga habiendo aspirantes a quedarse con lo público, es decir, con lo de todos, para su inmoral e ilegal uso y disfrute. Quizá muchos de ellos piensen que nadie los va a descubrir o, que si lo sorprenden, juzgan y condenan, buena parte del botín estará a buen recaudo para cuando salgan, para sus hijos y los hijos de sus hijos.
Muchos partidos políticos han perdido el poder en gran parte gracias a sonoros casos de corrupción. Y, cuando logran recuperar el poder, se aprovechan ampliamente de asuntos turbios en torno al partido que lo tuvo previamente o a los partidos de oposición.
Todos los partidos se han visto salpicados; basta pensar en los casos de tránsfugas que, por intereses de medro económico, se cambian de «camiseta» y es como si escupieran a los que los votaron en ese partido y no en otro.
 
TODOS SON IGUALES
No interesa aquí la crónica política sino la impresión que se causa en la mayoría de la gente de que todos son iguales, de que todo el que puede se aprovecha… Esta impresión hace muy difícil la tarea de votar en las elecciones.
Éste es el estado perplejo de un elector normal, es decir, no militante en ningún partido. Los militantes o al menos una parte de ellos, han dado por adelantado la confianza al partido haga lo que haga. Aunque el líder mienta, engañe y trampee seguirán aclamándole en los mítines, donde se juega con las emociones que da el estar en masa.
Quien no milita en ningún partido puede tener la tentación de no votar. Pero la abstención relativa no resuelve nada; es más: ayuda a que los políticos sigan en su puesto. Otra cosa sería una abstención de 70 u 80%, pero eso es prácticamente imposible por la movilización de los cientos de miles de militantes y porque los medios se encargan de animar a la participación como muestra de salud democrática.
Hay que votar. Muchas veces hay que hacerlo, como comentó en una ocasión el periodista italiano Indro Montanelli, fallecido en 2001 a los 92 años, tapándose la nariz, a la espera de que la clase política, asqueada finalmente de sí misma por la imagen que está dando, reaccione de manera rápida, fulminante y clara eliminando de sus filas a personas que no tienen escrúpulos. Y, sobre todo, hay que hablar de los casos de corrupción, sean del partido que sean, porque así, al menos, se ganarán el asco de la opinión pública.
 
EL MAL DE FONDO
La corrupción político-económica tiene, sin embargo, un caldo de cultivo mucho más amplio y extenso. No es otro que el relativismo sobre lo moral, algo muy extendido gracias a no pocos políticos y a muchos medios de comunicación. Si todo es relativo, el corrupto no desentona demasiado. Por eso, el principal fruto del relativismo moral es el cinismo impune.
Parece que no ocurre nada cuando se difunden expresiones del tipo de «no hay buenos ni malos», «cada uno es libre para darse su propia moral», «los valores son acuerdos por consenso, según las situaciones cambiantes» y cosas semejantes. Pero la consecuencia inmediata de eso es que los límites no los pone ya lo moral −la conciencia− sino lo político, es decir, el poder. Y como el poder aborrece la misma noción de límite, se aprovecha de las ventajas, principalmente económicas. De ahí a la corrupción sólo hay un paso.
Esta realidad de corrupción −aunque sea minoritaria; si fuese mayoritaria se habrían derrumbado muchos países− choca con el lenguaje habitual de los políticos: retórico, ampuloso, a veces casi hipócrita, buenista, obsoleto. Muchas veces los políticos, en sus discursos, no dicen nada. Marean una y otra vez la perdiz y se aprovechan de la realidad de que la opinión pública tiene poca memoria y de que el escándalo de hoy se olvida meses después. Son los medios de comunicación los que deben o deberían ejercer esa función de recordatorio, de puesta al día, de informar de qué ha sido de aquello de lo que ya nadie habla. Pero los medios tienen que vender y para eso necesitan atraer la atención con noticias, es decir, con novedades, no con historias «antiguas».
 
UN CRUEL SARCASMO
El criterio sobre qué es noticia o novedad es, con mucha frecuencia, partidista y coyuntural. Los famosos trajes de un político tienen más importancia que una ley de aborto que hará aumentar los que se registraron previamente.
Si se suma la impresión de que todos los políticos son iguales con la desorientación y desinformación que promueven muchos medios de comunicación, se comprenderá que la democracia, siempre imperfecta, esté degenerando, lo que se nota en la creciente separación entre los temas de los que hablan los políticos y los asuntos que de verdad interesan a la mayoría de la gente. Y así, lo de gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo suena como un cruel sarcasmo.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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