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El comunista en el centeno

En silencio, para Robert
Fui educado para ser comunista. (Se abre un paréntesis… Antes de contar esa historia, antes de hilar la cronología de mi ser comunista, es necesario que hable de Robert, francés, hombre silencioso al que conocí hace algunos años, ocho acaso.
Robert y su esposa France, amiga de mi madre, viajaron a México y se hospedaron en mi antiguo hogar, una casa de los suburbios del Distrito Federal, el lugar al que, durante muchos años, llamé mi casa.
Durante una comida a la que fui invitado para departir con ellos, Robert apenas abrió la boca para probar los platillos preparados por Monique, mi madre, francesa también. No obstante, Robert me resultó entrañable, poseedor de un aura ciertamente encantadora, amén de silenciosa.
Robert expresó un solo deseo al final de la ingesta. Un doble deseo, en realidad: por un lado, quería nieve de limón; por el otro, manifestó sus ganas de dar un paseo, una caminata en solitario.
Se gestó un fugaz debate en la mesa: ¿podía o no salir a la calle, Robert? Es decir: ¿era o no segura la calle, era o no fácil que Robert se perdiera allí, en el suburbio de la ciudad de México?
Mi madre aseguró que nada pasaría, que la colonia era apacible y que, encima de todo, era fin de semana, que los colonos y las calles del fraccionamiento eran tranquilas, que apenas circulaban coches por ellas.
France, sutil celadora de su marido, se mostró titubeante pero, al fin, accedió. Libre por fin, Robert se relamió los labios, acabó su nieve de limón y, con un gesto afable de victoria, salió a andar las calles y los parques de mi infancia.
Más de Robert en un momento, cuando explique, ahora sí, el sino de mi formación comunista. Salgo del paréntesis al que regresaré).

ENTRE EL PRINCIPITO, CUBA Y SALINGER

Nací en agosto de 1970, a dos años del mayo francés y el octubre mexicano; a tres del verano del amor estadounidense, con epicentro en San Francisco, California, y repercusión en el mundo entero. Es importante anotar que mi padre nació en 1938 y mi madre en 1941, él en México, hijo de húngaros exiliados en nuestro terruño, ella en la Francia ocupada, hija de alemanes perseguidos por los nazis; es decir, mis padres son hijos inmediatos de la Segunda Guerra Mundial.
A mi lectura de El principito, de Antoine de Saint Exupery –«Lo esencial es invisible para los ojos: sólo con el corazón se puede ver bien» (sic)– se suma aquella de panfletos y cuentos populares soviéticos y chinos, fruto de nuestras visitas familiares a los festivales del Partido Comunista Mexicano y su sucedáneo, el PSUM.
Siempre quise ser un pionerito, pero nunca me anudé una pañoleta roja al cuello. En su lugar, me dediqué a recolectar prendedores con motivos comunistas y rellené mis cuadernos de dibujo, allende tercero de primaria, con hoces y martillos, figuras amarillas sobre un fondo rojo como el orgullo.
Mi educación primaria fue activa, gracias a la fobia totalitaria de mis padres; mi madre, en particular, le tenía alergia al liceo francés y su pedagogía autoritaria. El nombre de mi escuela era el mismo que aquel del fundador de Summerhill, A. S. Neill, y su emblema era el símbolo del equilibrio, el yin-yang chino.
Las diferencias que surgían en los grupos y en los distintos grados de la escuela se dirimían en asambleas: reunidos en círculo, alzábamos las manos y criticábamos o felicitábamos lo mismo a nuestros compañeros de curso que a los alumnos de otros grados, maestros y directivos de la escuela.
La Neill cerró sus puertas en 1981, cuando yo tenía 11 años y cursaba quinto de primaria. Ese mismo año, heredero de una educación inconclusa y súbito alumno de una escuela tradicional en la que se vestía uniforme, viajé a Cuba mientras mis compañeros de aula visitaban Disneylandia. Allí, en la isla, me hice de más prendedores, de más hoces y martillos, de efigies de Lenin y de Gagarin, de Laika a bordo de su Sputnik, sobre las siglas de la cosmonáutica CCCP.
En casa, mis padres siguieron llamando a asamblea, en la que mi hermana y yo, sumados a mi madre y mi padre, nos criticábamos y felicitábamos. Esto ocurría los domingos, a la hora en la que muchos de nuestros nuevos conocidos asistían a misa. Crecí con un miedo potencial ?y gradual? a la bomba atómica, luego de repasar las imágenes vertidas en uno de mis libros de cabecera, The Best of Life, y de ver una mala copia en beta de la película de propaganda estadounidense The Day After.
Cuando Mark David Chapman lo asesinó, el 8 de diciembre de 1970, yo era un consumado admirador de John Lennon. No leí The Catcher in the Rye, de J. D. Salinger, sino pasada una década de dicho evento fatal.
El mundo no se inmoló, la mano invisible lo abarcó todo y acabé mis estudios preparatorios en 1989. Entré a estudiar economía al ITAM poco después de la caída del muro de Berlín, convencido de que dicha disciplina salvaría al mundo de la barbarie tecnócrata. Consciente de mi craso error, en 1990 viajé a Francia –fue entonces cuando, finalmente, leí la novela de Salinger– y decidí que abandonaría la economía por las letras. Estudié, luego de un fracaso inicial en la literatura, relaciones internacionales. Fui un lector fiel de Louis Althusser.

EL DÍA QUE MI PADRE CALLÓ

(Y aquí abro de nueva cuenta un paréntesis, porque entra en escena Robert.
Fue cuando leía a Althusser que conocí a Robert. Poco después de su caminata por las calles de mi infancia y su regreso a Francia, supe que se trataba de Robert Linhart, líder de los maoístas franceses, autor de L´Établi –ensayo fundamental de las clases obreras y la producción en serie–, discípulo del pensador posmarxista. Para ese entonces, Francis Fukuyama, altanero y de miras cortas, ya había anunciado el «final de la Historia». Linhart, como ya relaté, apenas hablaba, prisionero de su propia historia.
Louis Althusser, ya se sabe, estranguló a su esposa. Fue declarado inocente y recluido en una clínica para enfermos mentales, la sanidad suspendida. Fue entonces cuando Linhart enmudeció, tras la pérdida de razón de su maestro y la muerte de su esposa, que se había vuelto su amiga.
El silencio del discípulo y la locura del maestro son elocuentes, para no hablar de la muerte de su esposa entre sus manos, literalmente.
Hace algunos meses, Virginie Linhart, hija de Robert nacida en 1966, publicó Le jour où mon père s?est tu [El día que mi padre calló], en cuyas páginas explica el fracaso de los padres del 68 y, claro, los motivos del silencio de su padre, al que ella, tras comprenderlo, se suma. Fin del paréntesis.)

EL SILENCIO DE UNA UTOPÍA

¿Qué decir del 68, ahora que se me pide que redacte este artículo, ahora que mi formación comunista ha fracasado?
París, Praga, México, por mencionar sólo tres ejes de la sublevación ante el estado de las cosas, a cuatro décadas de hoy. Un brote intelectual notable cuyo cauce terminó por ser demasiado estrecho para contenerlo: la imaginación nunca llegó al poder. Algunos, aún realistas, pedimos lo imposible.
Pensar el 68 hoy, implica hacer un nuevo ejercicio utópico –ahora que se nos invita a consumir en lugar de a crear–, levantarse de la cómoda tumbona del presente y trasladar ese pasado, inmediato, al futuro, a los desmarcados de la avanzada.
Pero quizás, hoy, es más cómodo ser una efigie de sal, petrificada en el presente, la mirada vuelta atrás y no adelante, allí, adonde el futuro espera a ser alcanzado.
¿Qué decir, pues, del 68, hoy, alcanzado el futuro que no es otra cosa sino un presente deslavado, inocuo, pervertido por la victoria ulterior del capitalismo y las formas de consumo impuestas por la nueva Roma americana, la misma que censuró sus propios brotes de rebelión ?asesinó y acalló a MLK, al otro Kennedy, a las voces surrealistas que hacían de California una utopía alcanzada–, un año antes de que la imaginación tomara las calles de París?
Decirlo todo, levantarse de nuevo, resistir a los embates de la realidad impuesta por el entorno, construir un orden social distinto, alternativo a los designios neoliberales y tecnócratas, vacíos de imaginación, rellenos de capital.
Resistirse, pues, a la simulación de que el presente lo es todo –cuando no es más que regodeo en el pasado, incapacidad de romper con lo establecido a priori y no cuestionarlo por miedo a perderlo «todo»–, de que no hay cabida para el futuro, de que ser es consumir
Resistirse, es decir, imaginar lo imposible. Y demandarlo. Decirlo.
Decir que la clase media cedió a la venda en los ojos, a la mortaja en la boca, a lo política, liberalmente correcto y no al paliacate rojo anudado al cuello.
O mejor no decir nada./ Mejor callar, como Robert./ Y ser elocuentes en nuestro mutismo./ Así el silencio, así las cosas.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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