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El encanto de lo maduro

Estamos ante una cultura de lo fungible, de lo perecible. Son los productos desechables: se usan y se botan, no se reparan. El ser de estos objetos es su solo aparecer, en ese instante despliegan todo su encanto como luces de bengala, luego queda ceniza, es decir no queda más que desechos. En su sitio lo fungible cumple una función, aquella propia de lo que salva el momento, pero cuando invade otras dimensiones de la vida genera una cultura de la inmediatez: su saldo es el tedio y vacío e incapacita para ver y disfrutar otras realidades cuyo encanto está en la permanencia, en su duración.
Recuerdo el comentario de un profesor visitante que volvía al campus de la Universidad de Piura después de años. Simplemente dijo: es un campus maduro. Se fijaba en los jardines verdes, algarrobos inmensos, crotos rebosando de colores, caminitos que van de aquí para allá, edificios con rostro propio. Sí, una universidad es para que dure, los años no la hacen vieja y fea, sino más bien le dan solera, consistencia, grata a los ojos del cuerpo y del alma.
Es el tiempo que pasa y añeja las realidades que toca, no todas, es verdad, sólo aquéllas cuyo ser es durar. Y entre ellas, la persona. Ya nos gustaría que se dijera de cada uno de nosotros lo que las Sagradas Escrituras señalan: «Y murió Job anciano y colmado de días». Bonito final, aun cuando la duración no sea eterna.

DE LO EFÍMERO A LO PERDURABLE

La cultura de lo efímero, cuando se desborda, puede atrofiar el gusto al punto que nos incapacita para apreciar la realidad en sus otras manifestaciones, aquellas que tienen duración y a las que el tiempo añade una pátina de barniz que quita el brillo, pero deja el encanto de lo maduro. Kierkegaard lo ha sabido ver con lucidez: «La vida es afirmación y reafirmación, particularmente la vida del espíritu. El espíritu se renueva en su permanencia. Esta forma ética de la vida tiene su belleza, y hasta cabe decir que su belleza es la verdadera belleza. Si quien se queda en la fase estética no la ve, es porque busca bellezas que pueden describirse artísticamente, y no es sensible a las que se desprenden por la maduración misma de la duración: la belleza de la profesión, la belleza del matrimonio» [1] .
¿Un trabajo, una familia, pueden ser bellas? Sí, porque como dice Millán Puelles: «La belleza es cosa del ser, no de la sensibilidad y, por lo mismo, lo que real y propiamente lleva a ella, no es el gusto, sino el amor. La belleza no se gusta, se ama» [2] .
Una familia no es para un rato, es para rato y allí es donde se puede gozar de esa belleza de la madurez de unos y otros, allí tenemos que aprender a encontrar ese algo bello para pintar de cada uno de los nuestros. Durante el noviazgo resulta fácil hacerlo, cuando pasan los años, podría parecer que ya no hay nada digno para nuestros pinceles. Es la hora del amor, que sabe encontrar los nuevos rostros de la belleza que la madurez deja entrever.

VIVIR FELICES

El tiempo en el trabajo o en la familia puede introducir giros anodinos y cansinos. Aquello que al inicio deslumbraba por su novedad, ahora es sólo una rutina que no tiene más secreto que su interminable repetición. ¿Cómo llamar bella a una duración monótona, que incluso puede llegar a ser hostil? Desde luego, no hay belleza fácil y por eso, cuando amenaza el aburrimiento, ha llegado la hora de la ascética para mirar con los ojos de Adán el primer amanecer y la primera mujer; también para moderar la nostalgia de la otra orilla que nos tienta a cruzar el río en busca de otros rostros que hagan honor a nuestra inigualable capacidad de pintar [3] .
Lo que ha de cambiar es mi mirada y lo que tengo que renovar es mi corazón. La huida es lo fácil, permanecer leal y creativamente es lo heroico y humano. Allí, en la duración del trabajo, de la familia, de los hijos, han de anidar y crecer nuestras mayores alegrías. Allí hemos de vivir felices, pues no sólo la vida es bella, también lo son el trabajo y la familia.
Vivir, pero mejor, vivir felices. Llevamos dentro esta aspiración, aun cuando haya momentos en que la felicidad se hace esquiva o se vuelve fugaz y parezcamos aquella adolescente que, en un día de campo, el viento le roba aquella carta que le arroba el corazón y lee una y mil veces. La carta vuela de un lado a otro, siguiendo los caprichos de su forma y del aire, corre tras ella, no la coge, el corazón le da vuelcos, no la agarra y puede caer al riachuelo; su angustia aumenta, corre, se agita, un nuevo esfuerzo sobrehumano y, por fin, la atrapa, le vuelve la vida. Son los avatares y sustos de la felicidad.

EN BUSCA DE LA INOCENCIA PERDIDA

No le falta razón a Imre Kertész, premio Nóbel de Literatura de 2002, cuando dice: «Ha pasado una época, y cierta actitud humana parece ya irrecuperable, como los años, como la juventud. ¿En qué consistía esa actitud? Era el asombro del ser humano ante la creación; la admiración fervorosa por el hecho de que esta materia que se descompone –el cuerpo humano– vive y tiene alma; ha desaparecido el asombro ante la existencia del mundo y con él, de hecho, el respeto, la devoción, la alegría, el amor por la vida» [4] .
Hace falta la inocencia de la primera vez para que la rutina no sepulte la felicidad de todos los días, pero no lo pondría en pasado, pues sigue siendo la actitud de los niños que se asombran ante la realidad que se abre a sus ojos limpios y risueños. De la desilusión o de la lucidez del cínico no nacen ni admiración ni alegría. Más aún, para alguien así la duración es el tedio e infierno.
Necesitamos más niños que sigan jugando a las escondidas, que busquen caracoles en el jardín, que le tomen el pelo a papá, que se levanten llorando después de una caída anunciada. Ser grandes no es ser aburridos y viejos, es haber conservado el alma de niños para disfrutar la belleza de la madurez.
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[1] Jean Wahl. Kierkegaard. Ediciones Losange. Buenos Aires, 1956. p. 32

[2] Del prólogo a Pedro Urbina. Filocalía o Amor a la Belleza. Rialp. Madrid, 1988. p. 15

[3] La metáfora del pintor la he tomado de Kierkegaard. Cfr. Peter Vardy. Kierkegaard. Herder. Barcelona, 1997. p. 120

[4] Imre Kertész. Un instante de silencio en el paredón. El holocausto como cultura. Herder. Barcelona, 1999. p. 41

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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