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El Apocalipsis de la gastronomía

El paseo de la Unión Panamericana, antaño conocido como Avenida de los Insurgentes, es la tercera calle más larga de la Gran Norteamérica. La preceden la Bill Gates Avenue que corre de Nueva York a Philadelphia, y el corredor comercial Alta California entre Los Ángeles y Tijuana. Es una suerte que la Gran Norteamérica sea bilingüe, aunque el español predomina de South Texas hasta Panamá, excepto la provincia del Canal donde predomina el inglés.
Estoy fastidiado. Impartí cinco horas seguidas de clase frente a un monitor y no recibí ningún mensaje. Me temo que nadie escuchó mi clase sobre la doctrina aristotélica de la metáfora. Herr Professor es aburrido. Se ha resistido a la didáctica icónica. Ciertamente he hecho algunas concesiones. Permito, por ejemplo, que a lo largo de mi sesión se transmitan bustos y pinturas de El Estagirita, cuatro o cinco vistas de Atenas y Pella reconstruida virtualmente y un par de mapas de Grecia y Asia Menor.
Sé que es insuficiente. Los estudiantes del sistema universitario virtual son exigentes; especialmente con las asignaturas sin conexión con la informática y las finanzas.
No me extraña que sea mal pagado. Teóricamente soy considerado por el Ministerio de Impuestos como un funcionario público y no como un operario; en la práctica Herr Professor gana lo mismo que esa extraña especie que son los obreros no calificados: camilleros, meseros, niñeros. Empleos que no han podido ser sustituidos por la tecnología.
Ser pobre no me molesta demasiado. Estoy acostumbrado a mi departamento sin ventanas; el aire acondicionado es bueno. La humedad y el oxígeno están perfectamente combinados. Nada tiene que ver con aquellos rústicos aparatos de finales del siglo XX. El sistema de transporte es eficaz y puntual; además pocas veces lo utilizo. Imparto mis clases desde mi apartamento, la rectoría deposita en mi cuenta y todo lo compro por línea.
Como el agua es muy cara, no puedo darme el lujo de comer en casa. Lavar trastes requiere muchos litros del grifo. Y entre ingerir en casa comida preparada en uno de los restaurantes de la zona y comer el menú del día en cualquiera de los Express Cafés no hay gran diferencia.
Camino por el señorial Paseo. El número uno comienza en la antiquísima plaza de armas del Barrio de Pachuca y el último número se topa con los restos de la Catedral de Cuernavaca hoy convertida en museo. El túnel que perforó la sierra fue, sin duda, un gran logro. Los dos valles están literalmente unidos. Y pensar que antiguamente tomaba una hora llegar en coche.
El ayuntamiento ha cumplido con su deber. En el Paseo Panamericano, cada diez metros hay un fresno celosamente regado por goteo. Como funcionario tengo derecho a transitar por la elegante avenida. Cada diez cuadras hay una maldita cafetería perteneciente a una de las tres cadenas: «Exotische Delikatessen», «MacTaggar Food Co.» o «Taquito limpio».
Herr Professor, como cualquier empleado y operario, sabe que cada restaurante ofrece un menú distinto para los treinta días de mes. Eso de «distinto» es un eufemismo. «Delikatessen» se especializa en papillas, «MacTaggar» en croquetas y «Taquito» en tubitos. Al plato principal se añade una bebida con vitaminas y carbohidratos y, en los tres lugares, la eterna barra de fibra. El artículo 176 de la Ley de Salud obliga a ofrecer menús equilibrados, y desde el siglo XX se sabe que el intestino requiere de fibras para su recto metabolismo.
La bebida y el plato principal son vulgares excipientes para minerales, proteínas, carbohidratos y todas esas porquerías. Solo varían los sabores tan artificiales como nuestra democracia, los días primero de mes, las croquetas saben a atún, los días 2 a carne de cerdo, los días 3 a trucha, los días 4 a hígado de pollo (¡qué asco!).

SUEÑO DE UN GOURMET

Solo los diplomáticos, los altos gobernantes y los CEO ganan lo suficiente para ir a otro lugar. Comer hortalizas frescas es impensable. El metro cuadrado de tierra es muy caro y resulta incosteable esperar a que la madre naturaleza nos proporcione vitaminas A y C. Es mucho más eficaz sintetizarlas en un laboratorio.
Sólo han sobrevivido aquellos restaurantes que aseguraron cómo proveerse de los insumos: la mayoría de ellos compraron tierras. Se pueden dar el lujo de servir pan de trigo, manzanas e, incluso, carne de res. «El molcajete» es famoso porque sirve guacamole auténtico. Es un lugar obligado para el gran turismo. La especialidad de «Huitlacoche» es obvia. El único lugar del mundo, aseguran, que ofrece el hongo auténtico. «L.A.» se precia de langosta a la plancha y vino de uva. Es el lugar preferido por los ejecutivos de Sony y Microsoft.
Herr Proffesor conoce el Thesaurus Lingua Graeca. Los atenienses comían lamprea fresca, pescado salado, aceitunas, cebollas, vino de vid preparado con mirto, pasteles de miel. Yo sé que la humanidad comía de otro modo, soy la conciencia histórica. Miro hacia el pasado, no hacia el futuro; me aburre mi ciudad y mi vida rutinaria. El antidepresivo me mantiene en forma, pero no ha podido anular el ansia de un platillo artesanal. Soy demasiado pobre para comerlos. ¿Por qué me empeñé en estudiar filosofía si podía haber estudiado genética? No hice caso.
Camino sin ton ni son por el Paseo y de vez en vez me acerco a algún aparador. Pego las narices en las vitrinas de dos o tres restaurantes y el Maitre me echa obsequiosamente (no luzco pinta de pobre).
Tengo dos posibilidades. Asaltar al burguesito que camina del otro lado de la acera. Lleva traje hecho a la medida y su vestido proclama su riqueza. No es fornido, usa lentes tantos siglos de civilización para concluir que los lentes de contacto son cancerígenos y su aspecto es de cobarde. Puedo acercarme discretamente a su espalda y amenazarlo con un abrecartas, una pieza arqueológica que me heredó mi bisabuelo y que por manía llevo siempre conmigo.
Entraremos a «Le bon vivant» y ordenaré a su costa una sopa de camarones no cultivados, medio pollo de corral a las brasas acompañado de zanahorias de Xochimilco marinadas con mantequilla de San Juan del Río. Tortillas de maíz azul hechas a mano. El dueño del restaurante posee unas cuantas hectáreas dedicadas al cultivo de elotes. Queso panela de Tequisquiapan y ate de membrillo de Morelia. Un soufflé de pistachos. Para beber, tequila o ron blanco y una jarra de agua de limón, limones auténticos, fresquitos, traídos de Morelos. Té de manzanilla. Hace años que no lo bebo. «Le bon vivant» se enorgullece de cultivar un invernadero con hierbas de olor e infusiones exóticas. Como digestivo, Armagnac. Sería ingenuo pensar que en un restaurante de la Gran América se pudiese conseguir Cognac. Ignoro a cuánto puede ascender la cuenta. Quizá tres mil «dolpesos». Mi sueldo durante un año.
Seguramente al burguesito no le dolerá mucho firmar el voucher. Si grita o intenta llamar a la gendarmería difícilmente creerán la historia. Aduciré el pretexto de una apuesta perdida. Claro que las consecuencias de caer en manos de la justicia serían terribles. Herr Professor sería ejecutado al amanecer. La burguesía, harta de derechos humanos, promovió los juicios sumarios. La muerte de Herr Professor marcaría el fin de la Filosofía aristotélica en la Gran Norteamérica y a nadie le importaría.
La otra posibilidad. Meterme a uno de tantos restaurantes, presentar mi cartilla de racionamiento como catedrático universitario y recibir tres croquetas de proteínas, una bebida con carbohidratos y vitaminas concentrados sabor «naranja» y una barra de fibra artificial sabor «avena del Oeste».

*En colaboración con Jesús Zagal

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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