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La música de las esferas

Dejeuner du matin

Il a mis le café

Dans la tasse

Il a mis le lait

Dans la tasse de café

Il a mis le sucre

Dans le café au lait

Avec la petite cuiller

Il a tourné

Il a bu le café au lait

Et il a reposé la tasse

Sans me parler

Il a allumé

Une cigarette

Il a fait des ronds

Avec la fumée

Il a mis les cendres

Dans le cendrier

Sans me parler

Sans me regarder

Il s’est levé

Il a mis

Son chapeau sur la tête

Il a mis

Son manteau de pluie

Parce qu’il pleuvait

Et il est parti

Sous la pluie

Sans une parole

Sans me regarder

Et moi ]’ai pris

Ma tête dans ma main

Et ]’a¡ pleuré

Desayuno

Puso café

En la taza

Puso leche

En la taza de café

Puso azúcar

En el café con leche

Con la cucharita

Lo revolvió

Bebió el café con leche

Y dejó la taza

Sin hablarme

Encendió

Un cigarrillo

Hizo aros

Con el humo

Puso las cenizas

En el cenicero

Sin hablarme

Sin voltearme a ver

Se levantó

Se puso

El sombrero en la cabeza

Se puso

El abrigo de lluvia

Porque estaba lloviendo

Y se fue

Bajo la lluvia

Sin una palabra

Sin voltearme a ver

Y yo recargué

Mi cabeza en mi mano

Y lloré

Sabedores de que el orden y la proporción se acercan, en su estricta belleza, a la desmesura, los antiguos griegos tenían una concepción sinfónica del universo. Imaginaban las estrellas colgando de una serie de esferas giratorias superpuestas en el firmamento.
Todo movimiento produce vibración y la vibración, a su vez, sonido. El movimiento de las esferas guarda tal perfección, que él mismo es armonía, es música. El universo se rige por un orden musical.Una melodía arrulla a los planetas interminablemente. En la escala de las metáforas, «la armonía del cosmos» está más cerca de significar «la música del universo » que «el orden con que se desplazan los astros».
Naturalmente, nosotros somos sordos a esa música porque la hemos estado escuchando desde siempre, desde el vientre materno. No concebimos la realidad sin esa música para nosotros ella equivale al silencio, y sobre este fondo de armonioso silencio escuchamos los sonidos. La lengua materna se nos vuelve como la música de las esferas. Estamos tan hechos a oírla que dejamos de escuchar sus matices, las aristas de sus consonantes, las tonalidades de sus vocales, la fricción de sus alianzas prosódicas. Esto explica en parte nuestra admiración ante la poesía en otro idioma. Independientemente de que el poema sea una maravilla o un bodrio, comenzamos por escuchar una música desconocida, con un interés como de quien descubre el jazz. Cada sonido nos parece nuevo.
Por eso cuando traducimos Déjeuner du matin, de Jacques Prévert, el resultado en castellano es un poema (aparentemente) ordinario demasiadas palabras domésticas, cuya música nos hemos vuelto incapaces de apreciar. Quizás algo así les pase a los franceses -no lo sé de cierto- con el poema original. En cambio, para el que no tiene el francés como lengua materna, el nombre de cada objeto, por más familiar y opaco que sea, suena a música.
El verbo mettre, por ejemplo, que significa poner.  Conjugado en los primeros versos, oímos en francés algo así como il- a-mí lœ café… , il-a-mí lœ lé. ., il-a-mí lœ siucr… Parece un juego. No tenemos costumbre de oír la secuencia sonora il- a-mí, que al ser traducida se convierte en un vulgar «puso». Y así comienzan los tres primeros pares de versos puso, puso, puso. Ni el poeta más campirano se atrevería a usar una reiteración tan ovípara. En cambio, en francés no nos cansamos de repetirlo: il-a-mí, il-a-mí, il-a-mí es para nuestros oídos una canción boba llena de novedad.



Il a mis le lait
Dans la tasse de café
Il a mis le sucre
Dans le café au lait
Avec la petite cuiller
Il a tourné

Una vez listo el café con leche, reparamos en la cucharita,  que no es que carezca, en el idioma español, de cierto encanto burgués y decimonónico, de un aire a Mamá Carlota, pero en francés, avec-la-petit-cuiyé, ¿no nos recuerda la primera vez que probamos el chicozapote? Y viéndolo bien,  ¿no posee incluso cierto tun- tun antillano:  avec-la-petit-cuiyé?
Es la misma extranjería -o patria- musical con que nos magnetizan los silabeos rítmicos del cubano Nicolás Guillén:



Sóngoro cosongo.
Songo be;
Sóngoro cosongo
De mamey…
Lo he copiado con la puntuación original, aunque lo prefiero de otra manera:

Sóngoro cosongo.
Songo be;
Sóngoro cosongo
De mamey…
Y de tomarnos esta libertad, a percutir libremente con nuestro francés-antillano, ya no hay mucho trecho:
Avec la petit,
Cui yé;
Avec la petit
Cui yé.
Pero dejemos los tambores y los humores de las Antillas para volver al poema. Notemos su naturaleza macroscópica un objeto en cada uno de los siete primeros versos café, taza, leche, taza de café, azúcar, café con leche y cucharita. El poema comienza en close-up y retardando lo más posible las acciones, separándolas cuidadosamente. Primero, uno por uno, los ingredientes, después la cucharita girando, sonando, golpeando la taza exasperantemente. Por medio de la repetición, Prévert consigue comunicarnos el tedio y la rutina cuatro veces la palabra café, tres veces la taza, tres veces la leche. Con el mecanismo de los actos, con la terquedad de la costumbre, todo se repite bajo la monotonía de las mañanas, de cada inevitable e idéntica mañana:
II a bu le café au lait
Et il a reposé la tasse
Sans me parler

Un hombre se demora diez versos para tomar un café. Ella, mentalmente, va registrando con minucia sus actos y luego deja escapar un suspiro: sans me parler. Pero el hombre no se retira de inmediato. Prende un cigarro, iy se pone a hacer aros con el humo! Se puede ver el tiempo, con toda su ominosa densidad, flotando en un mar de indiferencia:
II a allumé
Une cigarette
II a fait des rondes
Avec le fumée
II a mis les cendres
Dans le cendrier
El suspiro nos ha dado ya una pista, pero cuando aparece el cigarrillo ardiendo, con su luciérnaga en la punta, y cuando la cámara se cierra de nuevo en un close-up sobre la ceniza y el cenicero, ya sabemos que es un poema desolador. Donde hay cenizas la cosa no puede acabar bien. Vienen a nosotros con toda su carga escatológica, con la calavera de las pinturas virreinales, con el ineludible «polvo eres…»
Tuve que oír esta palabra -cenizas- en un poema en inglés, formando el nombre de una solemnidad cristiana, para darme cuenta de que ningún día del año compite, poéticamente, con el nombre de Ash Wednesday (Miércoles de Ceniza). Las palabras en una lengua extranjera tienen la virtud de renovar el asombro. Quizás el nombre «Miércoles de Ceniza» padecía en mi mente cierto desgaste. Ya no decía todo lo que podía decir. Encontrarlo en inglés vino a devolverle lo perdido, y probablemente más: lo que nunca tuvo, lo que nunca alcanzó a significar. De la misma manera algunas gentes, cuando rezan, combaten la inercia y la disipación memorizando una oración vocal en otro idioma; repitiendo el Ave María en inglés, en francés, en latín, la mente se concentra mejor en cada palabra y el significado mismo se renueva. Ash Wednesday es el título de un deslumbrante poema de T.S. Eliot, aquel que comienza:
Because I do not hope to turn again
Because I do not hope
Because I do not hope to turn

y donde el poeta eleva una plegaria incomparable

And I pray to God to have mercy upon us
And pray that I may forget
These matters that with myself I too much
discuss
Too much explain
Quisiera Dios que aquella mujer, la del poema de Prévert, pudiera también olvidar que su marido prepara café, y bebe, y fuma, y hace figuras con el humo, y deja caer la ceniza en el cenicero, sans me parler, sans me regarder (sin hablarme, sin voltearme a ver).
Il s’est levé
Il a mis
Son chapeau sur la tête
Il a mis
Son manteau de pluie
Parce qu’il pleuvait
Et il est parti
Sous la pluie
Sans une parole
Sans me regarder
Conviene a la traducción decir «sin voltearme a ver», en lugar de «sin mirarme», para reproducir el remate de la palabra aguda, y porque cumple mejor con el sentido dramático del verso. Igual que conviene, quizá, decir «abrigo de lluvia» en lugar de, por ejemplo, gabardina, para reproducir también aquí la repetición: abrigo de lluvia/ estaba lloviendo/ bajo la lluvia.

Et moi j’ai pris
Ma tête dans ma main
Et j’ai pleuré

El final es más difícil. Hay muchas opciones y es complicado dar con la que mejor reproduce el ritmo francés. Lo bueno es que invita a cada uno a probar su propia solución  y a darse cuenta de cómo tres versos tan sencillos pueden tener muchas variantes de traducción. («Y yo tomé/ Mi cabeza en mi mano/ Y lloré» es la traducción literal y también la que menos funciona. «Y yo me cogí/ La cabeza con las manos/ Y lloré» es una opción, pero quizá suena demasiado patética para la sequedad en la que debe arder este poema, desolador pero no sentimental. «Y yo recargué/ mi cabeza en mi mano/ Y lloré… En fin».)
Ante la imposibilidad de una traducción enteramente satisfactoria, el poema invita a recordarlo, de preferencia, en su lengua original. Porque sabemos de memoria muchas canciones, pero esa otra música, la del verso, con menos frecuencia nos asalta la mente y los afectos. Quizá el descrédito educativo de la memorización haya venido a impedir que aprendamos algunos poemas par coeur, es decir de memoria, es decir de corazón.
Invita pues a memorizarlo y decírnoslo a nosotros a mismo en voz alta. Casi pareciera que cuando hablamos (o decimos un poema) en un idioma extranjero, volvemos a escuchar nuestra voz. Logramos deshacernos, siquiera momentánea y parcialmente de la sordera de nuestro propio timbre, esa sordera que nos impide reconocernos en una grabación. Nos vamos dando cuenta de que, caramba, algo de voz tenemos, una voz peculiar, digamos, o más bien interesante o francamente sofisticada. Aclaramos el gaznate y caemos en la cuenta de que no sonaría tan mal en una película de Bergman, de Fellini, de Wenders (o de Capulina).
Invita a redescubrir la palabras en nuestro propio idioma, como el viajero que se topa, al volver a su tierra, con hermosura que antes de su periplo le estaban vendadas. Eso hace la poesía, la que oímos con más frecuencia, la que está en nuestra lengua materna. Nos recuerda que allí donde no la escuchamos -en el habla cotidiana, en la conversación nimia-  hay cierta música. Que cada palabra tiene su carácter  y su peso propio. Que, bien visto, los sinónimos no existen, pues cada palabra tiene su matiz particular, un significado y una expresividad insustituibles.
Después de leer poesía salimos a la calle con oídos otra vez dispuestos al asombro, con oídos atentos a la música de las esferas celestes.




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istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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