Dejeuner du matin Il a mis le café Dans la tasse Il a mis le lait Dans la tasse de café Il a mis le sucre Dans le café au lait Avec la petite cuiller Il a tourné Il a bu le café au lait Et il a reposé la tasse Sans me parler Il a allumé Une cigarette Il a fait des ronds Avec la fumée Il a mis les cendres Dans le cendrier Sans me parler Sans me regarder Il s’est levé Il a mis Son chapeau sur la tête Il a mis Son manteau de pluie Parce qu’il pleuvait Et il est parti Sous la pluie Sans une parole Sans me regarder Et moi ]’ai pris Ma tête dans ma main Et ]’a¡ pleuré |
Desayuno Puso café En la taza Puso leche En la taza de café Puso azúcar En el café con leche Con la cucharita Lo revolvió Bebió el café con leche Y dejó la taza Sin hablarme Encendió Un cigarrillo Hizo aros Con el humo Puso las cenizas En el cenicero Sin hablarme Sin voltearme a ver Se levantó Se puso El sombrero en la cabeza Se puso El abrigo de lluvia Porque estaba lloviendo Y se fue Bajo la lluvia Sin una palabra Sin voltearme a ver Y yo recargué Mi cabeza en mi mano Y lloré |
Todo movimiento produce vibración y la vibración, a su vez, sonido. El movimiento de las esferas guarda tal perfección, que él mismo es armonía, es música. El universo se rige por un orden musical.Una melodía arrulla a los planetas interminablemente. En la escala de las metáforas, «la armonía del cosmos» está más cerca de significar «la música del universo » que «el orden con que se desplazan los astros».
Naturalmente, nosotros somos sordos a esa música porque la hemos estado escuchando desde siempre, desde el vientre materno. No concebimos la realidad sin esa música para nosotros ella equivale al silencio, y sobre este fondo de armonioso silencio escuchamos los sonidos. La lengua materna se nos vuelve como la música de las esferas. Estamos tan hechos a oírla que dejamos de escuchar sus matices, las aristas de sus consonantes, las tonalidades de sus vocales, la fricción de sus alianzas prosódicas. Esto explica en parte nuestra admiración ante la poesía en otro idioma. Independientemente de que el poema sea una maravilla o un bodrio, comenzamos por escuchar una música desconocida, con un interés como de quien descubre el jazz. Cada sonido nos parece nuevo.
Por eso cuando traducimos Déjeuner du matin, de Jacques Prévert, el resultado en castellano es un poema (aparentemente) ordinario demasiadas palabras domésticas, cuya música nos hemos vuelto incapaces de apreciar. Quizás algo así les pase a los franceses -no lo sé de cierto- con el poema original. En cambio, para el que no tiene el francés como lengua materna, el nombre de cada objeto, por más familiar y opaco que sea, suena a música.
El verbo mettre, por ejemplo, que significa poner. Conjugado en los primeros versos, oímos en francés algo así como il- a-mí lœ café… , il-a-mí lœ lé. ., il-a-mí lœ siucr… Parece un juego. No tenemos costumbre de oír la secuencia sonora il- a-mí, que al ser traducida se convierte en un vulgar «puso». Y así comienzan los tres primeros pares de versos puso, puso, puso. Ni el poeta más campirano se atrevería a usar una reiteración tan ovípara. En cambio, en francés no nos cansamos de repetirlo: il-a-mí, il-a-mí, il-a-mí es para nuestros oídos una canción boba llena de novedad.
Es la misma extranjería -o patria- musical con que nos magnetizan los silabeos rítmicos del cubano Nicolás Guillén:
Tuve que oír esta palabra -cenizas- en un poema en inglés, formando el nombre de una solemnidad cristiana, para darme cuenta de que ningún día del año compite, poéticamente, con el nombre de Ash Wednesday (Miércoles de Ceniza). Las palabras en una lengua extranjera tienen la virtud de renovar el asombro. Quizás el nombre «Miércoles de Ceniza» padecía en mi mente cierto desgaste. Ya no decía todo lo que podía decir. Encontrarlo en inglés vino a devolverle lo perdido, y probablemente más: lo que nunca tuvo, lo que nunca alcanzó a significar. De la misma manera algunas gentes, cuando rezan, combaten la inercia y la disipación memorizando una oración vocal en otro idioma; repitiendo el Ave María en inglés, en francés, en latín, la mente se concentra mejor en cada palabra y el significado mismo se renueva. Ash Wednesday es el título de un deslumbrante poema de T.S. Eliot, aquel que comienza:
El final es más difícil. Hay muchas opciones y es complicado dar con la que mejor reproduce el ritmo francés. Lo bueno es que invita a cada uno a probar su propia solución y a darse cuenta de cómo tres versos tan sencillos pueden tener muchas variantes de traducción. («Y yo tomé/ Mi cabeza en mi mano/ Y lloré» es la traducción literal y también la que menos funciona. «Y yo me cogí/ La cabeza con las manos/ Y lloré» es una opción, pero quizá suena demasiado patética para la sequedad en la que debe arder este poema, desolador pero no sentimental. «Y yo recargué/ mi cabeza en mi mano/ Y lloré… En fin».)
Ante la imposibilidad de una traducción enteramente satisfactoria, el poema invita a recordarlo, de preferencia, en su lengua original. Porque sabemos de memoria muchas canciones, pero esa otra música, la del verso, con menos frecuencia nos asalta la mente y los afectos. Quizá el descrédito educativo de la memorización haya venido a impedir que aprendamos algunos poemas par coeur, es decir de memoria, es decir de corazón.
Invita pues a memorizarlo y decírnoslo a nosotros a mismo en voz alta. Casi pareciera que cuando hablamos (o decimos un poema) en un idioma extranjero, volvemos a escuchar nuestra voz. Logramos deshacernos, siquiera momentánea y parcialmente de la sordera de nuestro propio timbre, esa sordera que nos impide reconocernos en una grabación. Nos vamos dando cuenta de que, caramba, algo de voz tenemos, una voz peculiar, digamos, o más bien interesante o francamente sofisticada. Aclaramos el gaznate y caemos en la cuenta de que no sonaría tan mal en una película de Bergman, de Fellini, de Wenders (o de Capulina).
Invita a redescubrir la palabras en nuestro propio idioma, como el viajero que se topa, al volver a su tierra, con hermosura que antes de su periplo le estaban vendadas. Eso hace la poesía, la que oímos con más frecuencia, la que está en nuestra lengua materna. Nos recuerda que allí donde no la escuchamos -en el habla cotidiana, en la conversación nimia- hay cierta música. Que cada palabra tiene su carácter y su peso propio. Que, bien visto, los sinónimos no existen, pues cada palabra tiene su matiz particular, un significado y una expresividad insustituibles.
Después de leer poesía salimos a la calle con oídos otra vez dispuestos al asombro, con oídos atentos a la música de las esferas celestes.