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Llamada universal a la santidad

No creo estar cualificado para enjuiciar centenarios, incluso soy bastante despistado para las fechas; tampoco estoy muy seguro de la importancia del tiempo de cara a Dios y a la eternidad. Pero, humanamente, sí tiene cierta relevancia. Conviene saber en qué día vivimos, y hasta un despistado como yo no puede ignorar que en 2002 se conmemora el centenario del nacimiento del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, la persona que más ha influido en mi vida.
Obviamente, la influencia del beato Josemaría sobre mí no justificaría este artículo; pero sí entiendo que lo justifica el que, en mi condición de escritor, haya podido ser testigo cualificado de cómo ese mensaje de santidad ha llegado a los lugares más recónditos del planeta.
Para aquellos lectores que no me conozcan me temo que serán inmensa mayoría, les aclaro que desde hace 25 años mi único trabajo profesional es escribir. Antes me dedicaba a la abogacía y todavía no sé muy bien por qué cambié de oficio…
Un día, Juan Antonio VallejoNajera otro escritor, aunque más famoso que yo se cruzó en mi camino a dos meses de su muerte. Le habían diagnosticado cáncer de cabeza de páncreas terminal, aún creía que tenía algo que decir y requirió mi ayuda; se produjo entonces el hecho insólito del libro La puerta de la esperanza, en el que un escritor yo habla sobre la vida y la muerte de otro. Y, ante la fama de Juan Antonio, se han vendido más de 30 ediciones y cientos de miles de ejemplares.
A lo largo de sus páginas palpita un sentido cristiano de la vida, lo cual produjo cierto asombro editorial, por ser tiempos cuando, en determinados ambientes, lo cristiano no estaba muy de moda. Y los editores pensaron que yo podía escribir no sólo novelas, y así me encontré embarcado en otras aventuras literarias, más complejas, que son las que me han permitido atestiguar la universalidad del mensaje de santidad del beato Josemaría. Es algo que espero poder agradecerle personalmente a Juan Antonio cuando eso esperonos encontremos en el Valle de Josafat.

NO SOY UN VIAJERO NATO

Sólo viajo a donde la vida me depara y, en el caso que nos ocupa, ha sido, en orden, a México, a la Guatemala de la guerrilla, a la sombra del volcán Acatenango; a la Medellín de Colombia azotada por el narcotráfico y la violencia; a la Ayacucho maltratada por el Sendero Luminoso de Perú; a Santo Domingo; a la isla de Chiloé donde se acaba el mundo por el sur de Chile; a la Patagonia donde se acaba irremisiblemente; a la Pampa argentina de arriba abajo; a la Habana vieja del comandante Fidel que tan escasa simpatía muestra por los católicos; a las selvas tropicales de la Costa de Marfil; a la Kinshasa del Congo en la inquietante transición del dictador Mobutu al dictador Kabila; a Kenia; a la sudafricana Ciudad del Cabo donde también termina el mundo. Da lo mismo. En cualquiera de esos lugares siempre encontré a alguien, miembro del Opus Dei o no, que se beneficiaba de los efluvios del espíritu del beato Josemaría.
Todo ello lo cuento en cuatro libros Viaje al fondo de la esperanza, Un escritor en busca de Dios, Guía de curas con encanto y Cuando sale la luna, África danza por los que discurren los más variados personajes, pertenecientes a las más diversas razas y naciones, pero con un denominador común: entender de manera unívoca lo que el beato Josemaría predicó a lo largo de su vida. Lo cual no debe sorprendernos, puesto que el fundador del Opus Dei sólo pretendió ser un instrumento de Dios para poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas, doctrina universal por su propia naturaleza.

DOS HISTORIAS AMERICANAS

Recuerdo que en uno de mis primeros viajes coincidí en Guatemala en un lugar de no fácil acceso, al pie de bellos volcanes pero de aspecto inquietante con un nativo, miembro del Opus Dei, que se ganaba la vida criando pollos, en un corralito en donde había de todo, porque servía para todo: vivienda, criadero, almacén, lavadero.
Pero todo muy limpio porque, como él mismo me dijo, «uno sabe si anda en presencia de Dios si anda limpio, bien presentado, conforme a sus posibilidades. Yo siempre se lo digo a mis muchachos. Hay que saber sacar provecho de lo poco o de lo mucho que se tenga. Eso lo he aprendido yo en la Obra. Me ha enseñando a rezar, a trabajar, a aprovechar el tiempo, a saber beber un trago pero no dos, a saber estar en una fiesta, a saber comportarme con la gente».
Este guatemalteco, pese a sus apuros para sacar adelante a su numerosa familia incluida la suegra en aquel humilde pueblecito, respiraba por los cuatro costados la alegría de vivir. Y no se le hacía nada del otro mundo recorrer cerca de una hora en bicicleta, por caminos de tierra, para asistir a misa todos los días.
Poco después, me encontré con monseñor Cipriani, arzobispo de Ayacucho bastión de Sendero Luminoso, en 1991, cuando las buenas gentes no se atrevían a salir de excursión por miedo a la guerrilla.
Don Juan Luis Cipriani es un sujeto singular: pertenece a una familia de la buena sociedad limeña, estudió Ingeniería y fue base de la selección peruana de baloncesto, a la que guió desde 1962 a 1968, cuando fue subcampeona de Sudamérica.
Miembro del Opus Dei desde muy joven, fue ordenado sacerdote e, impensadamente, se encontró erigido por Juan Pablo II en obispo de Ayacucho, en pleno fragor de la lucha terrorista, con constantes muertes, voladuras, amenazas. La única precaución que se le ocurrió tomar fue colocarse una estampa del beato Josemaría en el bolsillo superior de su camisa y decirle «Tú mira a las gentes y ya me irás diciendo lo que tengo que hacer».
Me confesó que su confianza en el fundador de la Obra es tal, que no ha tenido miedo ni un minuto.
He citado, casi de memoria, dos casos de personas de muy diferentes características, pero con igual confianza en el beato Josemaría: el guatemalteco, José Luis, recurre a él continuamente para que le ayude a sacar adelante a su familia; y monseñor Cipriani hace lo mismo para que le conserve la vida en medio de la violencia y así cumplir su labor pastoral. A ambos les ha atendido sobradamente, como he tenido ocasión de comprobar en fechas recientes.

AYUDAR

Recibo una carta de José Luis en la que me cuenta que las cosas le van tan bien, que ha decidido, en unión de otros amigos de su pueblecito, organizar un proyecto de avicultura «con el cual se pretende, con la participación de los campesinos de la comunidad, mejorar la economía familiar». Ayudar a la buena gente del campo es algo que está muy en la entraña de la predicación del beato Josemaría, y José Luis lo pone por obra, no tanto a fuerza de leyes y decretos, sino poniendo en el envite su propia vida.
No estoy seguro de que a monseñor Cipriani las cosas le hayan ido tan bien. Hace un par de años le nombraron obispo de Lima y hace unos meses ha accedido a la púrpura cardenalicia. La verdad es que no imagino al antiguo jugador de la selección como príncipe de la Iglesia.
Pero él no habrá dudado en aceptar, pues me comentaba que, cuando le propusieron para una diócesis tan poco apetecible como la de Ayacucho, dudó hasta que recordó lo que el fundador de la Obra decía al respecto: «Hay que servir a la Iglesia como la Iglesia desea ser servida».

SABIDURÍA DE LA BUENA

En este epítome de nostalgias, con el beato Josemaría de fondo, no puedo menos que recordar al padre Montealegre Mucke, sacerdote hemipléjico que desarrolla su labor pastoral en Tenaún (Chiloé), considerada por los geógrafos como la más austral posición habitada del orbe.
Y doy fe de que debe ser cierto, porque para llegar hasta allí tuve que valerme de todos los medios de transporte conocidos: avión, coche, barco… Y tampoco me hubiera venido mal una mula para terminar el recorrido.
Este sacerdote no pertenece al Opus Dei, pero cuando después de un proceloso viaje entré en su modesta casa de madera, construida por sus feligreses, lo primero que hizo fue mostrarme una fotografía en la pared, del tamaño de un póster, con la efigie del beato Josemaría.
Y me dijo: «El jefe». Porque en aquellas inmensas y bellísimas soledades, recurre continuamente a su intercesión para que le ayude a resolver sus problemas. Sus peticiones son siempre atendidas, qué menos, porque el padre Montealegre es un sacerdote muy santo y muy entregado que para atender a sus feligreses se tiene que servir de una camioneta Chevrolet, porque él apenas puede andar.
Punta Tenaún es un extremo de tierra perdido en el hermoso mar interior del archipiélago Chiloé. A quienes llegamos de la trepidante Europa tal vez nos dé la impresión de estar en un rincón apartado del mundo, en donde uno puede aburrirse. «¿Aburrirme? se asombrÓ cuando se lo insinué. Nunca. Siempre tengo mucho que hacer. Y si voy a aburrirme vengo aquí me señala el póster y me pongo a charlar con don Josemaría y se me pueden pasar las horas».
Me lo dijo con tal verdad y naturalidad, que sentí envidia de aquel santo varón que, pese a tantas limitaciones físicas, se considera el hombre más feliz del mundo, entre otras razones por la gran sabiduría de ver siempre el lado bueno de las personas, y de la vida en general, y sólo por eso se permite una afición al margen de su actividad pastoral: cultivar gladiolos. Porque me explica «las flores son la sonrisa de Dios».

ÁFRICA EN EL CORAZÓN

Y aunque parezca mentira a juzgar por lo poco que muestran los noticiarios, donde verdaderamente luce la sonrisa de Dios es en África. Hay un asunto que conviene no olvidar: África es un continente de enorme variedad, entre un africano del Sudán y otro de Costa de Marfil hay más diferencias que entre un sueco y un andaluz.
Es una aclaración oportuna frente al simplismo occidental, que considera que África se compone de países habitados por negros, todos iguales. Obviamente, hay coincidencias entre ellos y, en lo que alcancé a colegir, todos coinciden en que los europeos somos gente triste, agobiados por problemas que para ellos son menudencias y que, para colmo, somos más feos. Creo que no les falta razón.
Desde Europa ignoro si para tranquilizar la conciencia por tantos desmanes cometidos, o consentidos, en aquel continente se tiende a presentar al negro como un bárbaro, poco menos que irredento, pero la realidad es que en África hay mucha más gente buena que mala, en proporción infinita.
Y los occidentales tenemos mucho que aprender de ellos: su profundo sentido religioso de la vida no conciben el ateísmo, su falta de respetos humanos para vivir su fe, y su sentido de familia, pese a la lacra de la poligamia.
El verdadero mensaje cristiano, el que hizo a Europa en su día, está en franca alza en toda África. Baste considerar que, en el último lustro, el crecimiento del catolicismo fue de 95.5% el más alto del mundo frente al más bajo, 8.5%, que corresponde a la decrépita (espiritualmente) Europa. Eso se traduce en cifras tan espectaculares como la del seminario de Lagos (Nigeria), donde se preparan para el sacerdocio ¡1,300 seminaristas!
El beato Josemaría siempre tuvo a África en su corazón. Y cuando todo parecía un sueño, inició la labor del Opus Dei en aquel continente con clara determinación de permanencia. En todos los países que visité Costa de Marfil, Congo, Kenia, Sudáfrica y, colateralmente, Nigeria, la postura de los miembros de la Obra con quienes me topé era la misma: venimos aquí para quedarnos, para siempre.
Esto tenía una consecuencia sorprendente para algunos: las obras sociales y asistenciales que se acometían escuelas, hospitales, dispensarios se hacían con las mismas exigencias que en Occidente. No se trataba de levantar tenderetes en la selva para salir del paso, sino edificaciones que pudieran soportar los años, los siglos. Y lo han conseguido bajo un lema: «No admitimos para el negro lo peor».

DIGNIFICAR EL TRABAJO

El cristianismo ha fructificado en África gracias a la actividad misional, regada por la sangre de millares de mártires. Pero la labor del Opus Dei, como me explicaba muy bien father Luis, de Nigeria, no consiste en desarrollar una actividad misional, sino en el trabajo de cada uno en su profesión médico, ingeniero, maestro o empleada del hogar. El trabajo de las mujeres de la Obra, en el sector de servicios, causa admiración, sobre todo habida cuenta de que al llegar por ejemplo, a Kenia en los años sesenta, no se concebía que una mujer blanca hiciera trabajos domésticos. Para eso estaban los boys. Pero de tal modo dignificaron el trabajo en la administración de los centros escolares o asistenciales, que un antiguo alumno africano de Strathmore College, obra corporativa del Opus Dei en Nairobi, me comentaba: «Gracias a ellas aprendimos a ser unos gentlemen».
En África ha calado tanto el mensaje espiritual del beato Josemaría, que hay países en donde apenas quedan europeos de los que fueron hace años a iniciar la Obra. Todos son africanos o africanas que demuestran que, para amar a Dios, nada tienen de bárbaros irredentos aunque su color sea más oscuro que el nuestro y, con frecuencia, más bello.
Y con un afán apostólico admirable, puesto que, como queda dicho, no saben lo que son los respetos humanos. Recuerdo a una kikuyu que conocí en Kenia. Podía hacer apostolado en seis idiomas: kikuyu, el idioma de su tribu de origen; swahili, uno de los idiomas oficiales de Kenia; inglés, otro idioma oficial; español, que lo aprendió para leer los textos del prelado de la Obra; italiano, porque pasó una temporada en Roma en un centro del Opus Dei; y francés, porque trabajó en Costa de Marfil. Podía hacerlo y lo hacía. Del modo más natural. Salía a pasear por la selva y a las chicas con quienes se encontraba les hablaba de Dios, de Jesucristo, del beato Josemaría y del Opus Dei.

SANTIFICAR EL TRABAJO

Lo más asombroso es que esta devoción al beato Josemaría alcanza no sólo a los fieles del Opus Dei, sino a cualquiera que entienda la importancia del trabajo profesional hecho cara a Dios. En Yamoussoukro tuve la suerte de coincidir un lunes, día en que se reúnen quienes a sí mismos se llaman «Los amigos de Josemaría» para cantarle a su amigo. El grupo pertenece a la etnia bobó, de Burkina Faso: se ganan la vida con modestísimas manualidades, pero tienen fama de hacerlas muy bien. Viven en cabañas en la selva e impresiona oírles cantar en medio de la noche. «Si tu to dis ami de Josemaría… Si tú te dices amigo de Josemaría y no amas al prójimo, no eres en verdad amigo de Josemaría».
Estos bobós oyeron hablar a una cooperadora del Opus Dei, del beato Josemaría y pensaron: a nosotros nos vendría muy bien un amigo así. Lo adoptaron como tal y, cada lunes, vestidos con traje de fiesta, le homenajean con sus canciones y, de paso, le piden favores, que suele concederles. Eso dicen ellos. Y también sus vecinos que, sin ser tan amigos del beato Josemaría como ellos, también se aprovechan de su espíritu.

LO QUE DE VERDAD IMPORTA: LA FE

Con no menos emoción recuerdo una tertulia con miembros del Opus Dei, congoleños, quienes asistían a su convivencia anual en una modesta casa de alquiler en Maluko, a orillas del río Congo. Llegué retrasado y me encontré con que los africanos distraían la espera bailando alrededor de una mesa una danza guerrera, acompañándose del ritmo que sacaban de un cubo de plástico. Son personas capaces de sacar música de cualquier trasto.
Me conmovió su interés por todo lo que contaba, que era lo mismo que ellos vivían a diario, pero en tecnicolor. La mayoría era muy pobre y debía hacer un gran esfuerzo para asistir a un medio de formación, estudiar, convivir con otros, conocerse mejor, empaparse del espíritu de la Obra y poder así acercarlo al último rincón del Congo.
Disfruté con el milagro de sentirme muy a gusto con personas tan distintas y distantes de mí, por raza, cultura, idioma, costumbres…, pero íntimamente unidas en lo único que verdaderamente importa: la fe. La fe de la Iglesia católica, vivida conforme al espíritu que desde 1928 predicó el beato Josemaría y cuyo centenario van a conmemorar miles de personas en el mundo entero.
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* Tomado de «Llamada universal a la santidad», Nuestro Tiempo n.570. Diciembre 2001.

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No. 386 
Junio – Julio 2023

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