Suscríbete a la revista  |  Suscríbete a nuestro newsletter

Gadamer, el filósofo constructor de puentes

Hans-Georg Gadamer, el último sobreviviente de la fecunda generación de filósofos alemanes que maduró durante el periodo de entre guerras del siglo XX, murió a los 102 años de edad por un ataque cardiaco, el pasado 13 de marzo.
Su característica dominante, según Jürgen Habermas, fue el esfuerzo continuo por «establecer puentes»: no sólo entre las personas, sino también entre las diferentes tradiciones culturales y de pensamiento [1]. En su obra entrelaza el pensamiento clásico y las reflexiones de la modernidad: Platón, Aristóteles, Kant, Hegel y Heidegger.
También era un gran conversador, hombre de diálogo y debate: le gustaba plantear problemas a sus interlocutores y responder preguntas, pues le daban ocasión para intercambiar ideas. No podríamos esperar menos de un estudioso de la dialéctica clásica y fino intérprete de la obra de Platón, para quien el diálogo es de vital importancia en el desarrollo de la cultura.
En el telegrama de pésame que Juan Pablo II envió al cardenal Lehmann, presidente de la Conferencia Episcopal de Alemania, recordaba conmovido las diversas ocasiones en las que había podido intercambiar ideas con Gadamer, a propósito de los coloquios que Juan Pablo II suele organizar con intelectuales. En esas breves líneas, el Papa filósofo destacaba las cualidades que había podido apreciar en este noble humanista durante esos encuentros veraniegos en Castelgandolfo: «la sinceridad en la búsqueda de la verdad, la agudeza del pensamiento, el cordial respeto al interlocutor, la consideración por los valores del patrimonio cristiano. En efecto, Gadamer era un partidario convencido de la importancia de la tradición para una forma adecuada de conocimiento. La referencia a la tradición constituía para él el reconocimiento de un patrimonio cultural que pertenece a toda la humanidad» (16 de marzo de 2002).

«YA NO TENGO 80 AÑOS»

En los últimos años de su vida, Gadamer recibió innumerables reconocimientos públicos: doctorados honoris causa, premios académicos, ciudadanías honorarias, etcétera. Entre los años ochenta y noventa vio la luz la edición de sus obras completas. A pesar de que la lucidez mental no lo abandonó nunca, tuvo que ir reduciendo paulatinamente el ritmo de los viajes y conferencias, debido a los naturales achaques de la edad avanzada.
En un breve artículo publicado dos días después de su muerte, Emmanuele Severino, conocido filósofo italiano, narra un pequeño detalle que retrata el fino sentido del humor que lo caracterizó siempre: pocas semanas antes había rechazado la enésima invitación a dar una conferencia en Italia, diciendo a los organizadores: «muy señores míos, de verdad, muchas gracias, pero ya no tengo 80 años» [2] .
H.G. Gadamer nació en Marburgo, Alemania, el 11 de febrero de 1900. Cuando tenía apenas 2 años, su padre se trasladó a Breslavia, capital de la Silesia -región que ahora pertenece a Polonia-, para ocupar la cátedra de Química farmacéutica en la universidad de la ciudad. Allí pasó la infancia y adolescencia. En 1919, la familia retornó a Marburgo, donde Gadamer prosiguió los estudios universitarios de Filosofía y Filología clásica, comenzados el año anterior en Breslavia.
Durante su formación universitaria conoció a Nicolai Hartmann y asistió en Friburgo a algunos seminarios de Husserl. Eran los años del ocaso de la escuela neo-kantiana: los últimos de Paul Natorp en la cátedra de Filosofía de la Universidad de Marburgo y el inicio de la docencia de Martin Heidegger; Gadamer fue, junto con Karl Löwith y Hannah Arendt, uno de sus primeros discípulos.
En 1929 obtuvo la habilitación para la enseñanza universitaria con una tesis sobre la ética dialéctica de Platón, dirigida por Heidegger y Friedländer. Bajo la guía de este último realizaba estudios de Filología clásica. Desde entonces, Gadamer se dedicó ininterrumpidamente a la vida académica universitaria: primero como Privatdozent en Marburgo y Kiel, y a partir de 1937 como profesor extraordinario en Marburgo.
En 1939, inicio de la guerra, lo llamaron a la cátedra de Filosofía de la Universidad de Leipzig, de la que fue rector dos años, una vez acabado el conflicto bélico. Sin embargo, la presión ideológica del comunismo, que cada día se hacía más presente en la vida universitaria de Alemania del Este, lo impulsó a buscar un ambiente intelectual más libre. En 1947 se trasladó a la Universidad de Frankfurt am Main, y de allí a Heidelberg en 1949, aceptando esta vez la llamada a suceder a Karl Jaspers en la cátedra de Filosofía, que ocupó hasta su jubilación en 1968.
A las clases y seminarios, Gadamer unía una intensa actividad de conferenciante y profesor invitado en universidades de Europa y América. En 1953 fundó la revista Philosophische Rundschau, y en 1962 la Unión Internacional para el Fomento de los Estudios acerca de Hegel, que presidió hasta 1970.
Después de jubilarse continuó la actividad académica como profesor emérito, además de seguir dictando conferencias y cursos como profesor invitado en Estados Unidos, Canadá e Italia.

COMPRENSIÓN Y LENGUAJE TEJEN LA REALIDAD

Gadamer se hizo famoso con Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica. Este ensayo, publicado en 1960, lo convirtió en el fundador de una corriente de pensamiento que pone la comprensión y la interpretación al centro de la reflexión filosófica, más allá de los ámbitos que tradicionalmente se habían asignado a la hermenéutica.
Su hermenéutica filosófica es una de las voces que se han dejado sentir con más fuerza en el panorama cultural europeo contemporáneo. Su influjo alcanza ámbitos muy variados: la crítica literaria, la estética, la teología, la jurisprudencia.
Sin embargo, entre los representantes de la hermenéutica literaria y jurídica no han faltado quienes han mostrado su desacuerdo y han establecido un intenso debate con él, como es el caso de Eric D. Hirsch, Peter Szondi y Emilio Betti. A nivel filosófico se ha tenido que confrontar con perspectivas diversas y lejanas entre sí como son la teoría crítica de la sociedad (Jürgen Habermas) y el deconstruccionismo (Jacques Derrida). No es posible presentar en pocas líneas la propuesta hermenéutica de Gadamer, sin el peligro de caer en simplificaciones un poco reductivas. Sin embargo, intentaremos por lo menos esbozar muy brevemente algunas de las ideas que la caracterizan.
La hermenéutica gadameriana prosigue en la misma dirección que plantea Wilhem Dilthey, quien insiste que el entendimiento requiere una actitud diferente cuando tiene como objeto algo distinto al objeto de las ciencias de la naturaleza; para ello, Dilthey utiliza la conocida distinción entre explicar (Erklären) y comprender (Verstehen): «la naturaleza la “explicamos”, pero las creaciones del espíritu humano las “comprendemos”» [3].
Gadamer profundiza en la esencia de la comprensión, fundamento de la experiencia de lo humano. Según él, la lingüisticidad es el horizonte en el que se da la comprensión como estructura esencial de la existencia humana. Como señala Fernando Inciarte, para Gadamer «la realidad es, más bien, el tejido que los hombres, en su convivencia o interacción dialógica, van poco a poco tramando. (…) El diálogo que vamos entretejiendo æy en el que desde que empezamos estamos sumidosæ es la realidad del mundo como texto creado por sus intérpretes» [4] .
La comprensión y el lenguaje representan la estructura fundamental del ser del hombre y de su mundo. Gadamer condensa este hecho en una frase de Verdad y método que con frecuencia será citada tanto por sus partidarios como por sus detractores: «el ser que puede ser comprendido es lenguaje» [5].
Como ocurre con buena parte de la filosofía posthegeliana, el pensamiento de este autor no es ajeno a los claroscuros de la modernidad, ya que la omnipresente mediación lingüística del ser que postula no deja espacio alguno a una metafísica capaz de trascender la finitud histórica del lenguaje. Sin embargo, estos problemas metafísicos no son un obstáculo para sacar provecho de sus fecundas reflexiones acerca del diálogo.
¿CÓMO PONERNOS DE ACUERDO?
Una característica que ha marcado a todas las grandes civilizaciones, entre ellas al occidente cristiano, es la apertura dialógica y de intercambio: la capacidad de confrontarse con lo extraño, abriendo un diálogo en el que se da y se recibe.
Como Gadamer hacía notar en una entrevista realizada por un conocido periódico italiano con ocasión de su centésimo cumpleaños, «cultura es una palabra latina, del léxico campesino. Indica la humildad del que sabe inclinarse para recoger. Europa, en su tormentosa historia, ha sabido hacerlo siempre. No sólo ha recogido lo propio, sino también lo extraño. En lo bueno y lo malo ha sabido abrirse a las culturas extranjeras, extrañas, ajenas a ella. Esta aparente debilidad se ha convertido todas las veces en fuerza.
Ésta es la fuerza de Europa: respetar aquello que, a pesar de ser común, nos es ajeno. Y en donde existe la alteridad, se impone con urgencia la tarea de la hermenéutica» [6].
Esta tarea consiste en encontrar los puntos de contacto, las bases comunes sobre las que se puede establecer un intercambio fructuoso de ideas y experiencias: descubrir lo que une, para comprender lo que separa.
Si miramos a su raíz etimológica, comunicar significa participar al otro de algo nuestro, es decir, hacerlo común. Por eso, «es tarea de la hermenéutica elucidar el milagro de la comprensión, que no es una comunión misteriosa de las almas, sino una participación en el significado común» [7].
En efecto, bajo la superficie de la incomprensión y los malentendidos que entretejen las relaciones entre los individuos y las sociedades, existe lo que Gadamer llama «una especie de consenso latente»: el desacuerdo es sobre una cosa que es común, y presupone la capacidad de comprender la diferencia que existe entre la propia posición y la opinión del otro sobre esa cosa. Eso ya es un fundamento que permite avanzar hacia un acuerdo más profundo, que entraña como un primer paso la aceptación de la alteridad de nuestro interlocutor, pues «No se da “el yo” ni “el tú”; se da un yo que dice “tú” y que dice “yo” frente a un tú; pero son situaciones que presuponen ya un consenso. Todos sabemos que el llamar a alguien “tú” presupone un profundo consenso. Hay un soporte permanente. Eso está en juego aun en el intento de ponernos de acuerdo sobre algo en que discrepamos, aunque rara vez seamos conscientes de ese soporte» [8] .
Este consenso tácito se encuentra en la base de tantos desacuerdos, como refleja lo que se cuenta de Francisco I de Francia, quien, en medio de las luchas de poder entre la Corona Francesa y el Imperio de Carlos V, comentó en una ocasión no sin un dejo de ironía: «no sé por qué dicen que mi primo Carlos y yo no vamos de acuerdo. No es verdad, estamos de acuerdo en todo: los dos queremos las mismas cosas».

SABER ESCUCHAR, CLAVE DEL DIÁLOGO

Conversar es abrirse a la alteridad del «tú» que nos sale al encuentro, querer aprender de su experiencia. No hay que tener miedo a cambiar por culpa del diálogo. El diálogo es un intercambio recíproco: hay que saber dar de lo nuestro, pero también aprender a recibir lo que el otro nos da, dejando que su experiencia complete la nuestra.
«¿Qué es una conversación? Todos pensamos sin duda en un proceso que se da entre dos personas y que, pese a su amplitud y su posible inconclusión, posee no obstante su propia unidad y armonía. La conversación deja siempre una huella en nosotros. Lo que hace que algo sea una conversación no es el hecho de habernos enseñado algo nuevo, sino que hayamos encontrado en el otro algo que no habíamos encontrado aún en nuestra experiencia del mundo. Lo que movió a los filósofos en su crítica al pensamiento monológico lo siente el individuo en sí mismo. La conversación posee una fuerza transformadora. Cuando una conversación se logra, nos queda algo, y algo queda en nosotros que nos transforma. Por eso la conversación ofrece una afinidad peculiar con la amistad. Sólo en la conversación (y en la risa común, que es como un consenso desbordante sin palabras) pueden encontrarse los amigos y crear ese género de comunidad en la que cada cual es él mismo para el otro porque ambos encuentran al otro y se encuentran a sí mismos en el otro» [9] .
La apertura hacia el otro entraña una actitud de escucha, de atención despierta a lo que nuestro interlocutor quiere comunicar. El hombre no sólo quiere hablar, sino ante todo comunicar, es decir, sentirse escuchado por alguien que lo comprende, que lo toma en serio. El atractivo de Momo, la niña de la calle que protagoniza la homónima novela de Michael Ende, es sólo eso: ella sabe escuchar.
Sin embargo, el saber escuchar es más una virtud que un don del propio carácter, porque el interés desinteresado por el mundo interior del otro requiere un esfuerzo intencionado por parte del oyente. Ésta es la razón por la cual:
«la incapacidad de escuchar es un fenómeno tan familiar que no es preciso imaginar otros individuos que presenten esta incapacidad en un grado especial. Cada cual la experimenta en sí mismo lo bastante si se percata de las ocasiones en que suele desoír o escuchar mal. ¿Y no es una de nuestras experiencias humanas fundamentales el no saber percibir a tiempo lo que sucede en el otro, el no tener el oído lo bastante fino para “oír” su silencio y su endurecimiento? O también el oír mal. Es increíble hasta dónde se puede llegar en este punto. (…) El no oír y el oír mal se producen por un motivo que reside en uno mismo. Sólo no oye, o en su caso oye mal, aquel que permanentemente se escucha a sí mismo, aquel cuyo oído está, por así decir, tan lleno del aliento que constantemente se infunde a sí mismo al seguir sus impulsos e intereses, que no es capaz de oír al otro. Este es, en mayor o menor grado, y lo subrayo, el rasgo esencial de todos nosotros. El hacerse capaz de entrar en diálogo a pesar de todo es, a mi juicio, la verdadera humanidad del hombre» [10].
La escucha implica, además, el reconocimiento y respeto de la dignidad del interlocutor. La capacidad dialógica requiere un delicado ejercicio del autodominio. Este hecho se ve en modo especial en un tipo de diálogo concreto: la negociación política o comercial. Para que una negociación comercial o política llegue a buen puerto, «la condición decisiva es que (el negociador) sepa ver al otro como otro. En este caso los intereses reales del otro que contrastan con los propios, percibidos correctamente, incluyen quizá unas posibilidades de convergencia. En ese sentido la propia conversación de negocio confirma la nota general del diálogo: para ser capaz de conversar hay que saber escuchar. El encuentro con el otro se produce sobre la base de saber autolimitarse, incluso cuando se trata de dólares o de intereses de poder» [11].
Ante el peligro de que el hombre posmoderno se aísle en el monólogo interior al que lo arrastran el individualismo y el activismo eficientista de la sociedad moderna, Gadamer ve en la cultura griega un ejemplo de sociedad basada en el diálogo. En este sentido, los antiguos griegos no desarrollaron la retórica como un arma de políticos y potentados para controlar las masas, sino como expresión de la capacidad persuasiva de las ideas.
Ésta es una de las razones por las cuales el fundador de la hermenéutica filosófica los miraba con tanta admiración, pues «para este pueblo era natural discutir en modo apasionado y vivaz por las calles y en las plazas de Atenas o de otras ciudades. Tenemos que volver a la dimensión del diálogo y desarrollar, completar en este sentido nuestra cultura, que se ha hecho excesivamente literaria; es decir, tenemos que tender a un diálogo real dentro de toda la cultura de la humanidad. Este es el compromiso, la tarea que compete a todos nosotros» [12].
Como el mismo Gadamer se daba cuenta, parte de esa tarea que tenemos entre manos es lograr que los medios de comunicación æla radio y la televisión, y ahora internetæ sean utilizados para favorecer el diálogo entre las personas, los pueblos y las culturas, y no sólo como medios de control de la opinión pública [13] .

___________________________

[1] «Urbanizzazione della provincia heideggeriana», en «Aut-Aut» 217-218 (1987) p. 22.

[2] Corriere della Sera, 15 de marzo de 2002.
[3] Cfr. «Ideas acerca de una psicología descriptiva y analítica», en obras dee Wilhelm Dilthey, vol. VI. FCE. México, 1945. pp. 196-197.
[4] «Hermenéutica y sistemas filosóficos»;en AA. VV. Biblia y hermenéutica. EUNSA. Pamplona, 1986. p. 93.
[5] Verdad y método. Sígueme. Salamanca, 1977. p. 567.
[6] Corriere della Sera, 7 de febrero de 2000.
[7] «Sobre el círculo de la comprensión» (1959) en Verdad y método II. p. 61.
[8] «La universaliadd del problema hermenéutico» (1966) en Verdad y método II. p. 216.
[9] «La incapacidad para el diálogo» (1971) en Verdad y método II. pp. 206-207
[10] Ibidem. p. 209.
[11] Ibidem. p. 208.
[12] Entrevista para la RAI. Nápoles, 13 de enero de 1990.
[13] Cfr. Idem.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

Newsletter

Suscríbete a nuestro Newsletter