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Indro Montanelli: periodismo a contracorriente

Gran observador de casi todo el siglo XX, Indro Montanelli fue la mirada escrutadora del periodismo italiano durante más de 60 años. Con su muerte el 22 de julio de 2001 concluyó una de las versiones más ricas y sugerentes de la historia italiana y europea reciente.
Cilindro Montanelli el curioso nombre viene, al parecer, del deseo paterno de evitar la tradición cristiana nació en 1909, en un pueblo de Toscana cercano a Florencia. Periodista e historiador, recorrió todos los rincones de la vida política europea: fue voluntario del ejército en África, enviado especial para cubrir grandes acontecimientos durante décadas, introductor en Italia del estilo inglés de escribir la historia para el gran público y comentador agudo de todos los eventos europeos importantes desde el inicio de la segunda guerra mundial.
Mal administrador de empresas (editoriales) y conciencia crítica del mundo informativo italiano, sus escritos por lo regular controcorrente estaban condicionados por el deseo de mantenerse más cerca de la verdad y el lector, que de opiniones prefabricadas o centros de poder.

CRONISTA INCÓMODO

La pluma de Montanelli se dio a conocer accidentalmente en las redacciones milanesas, gracias a las memorias de su experiencia en la guerra de Etiopía.
En su afán por emular las glorias del imperio romano y obtener mayor reconocimiento en el concierto del imperialismo europeo, el gobierno fascista de Italia inventó la necesidad casi responsabilidad de obtener territorios en África.
Montanelli se alistó en 1935 como voluntario para la ocupación de Etiopía tenía 26 años con apenas un artículo publicado el año anterior. Relataba en cartas los acontecimientos a su padre, quien las mostró a un editor de Milán.
nte el interés que despertaron, los textos fueron publicados en 1936 como XX Batallón eritreo, con una buena acogida en los ambientes oficiales.
De ahí el encargo del periódico Il Messaggero para narrar la intervención italiana en la guerra civil española. La toma de Santander para algunos escenario de sangrientos combates donde los italianos hicieron alarde de bravura, significó para Montanelli «un largo paseo, con un solo enemigo: el calor». Esta vez su versión de los hechos no fue bien recibida y se le concedió un periodo sabático en Talin, capital de Estonia, como profesor de italiano, previa expulsión del partido fascista y el gremio periodístico.
Reclutado por Il corriere della sera, siguió desde Berlín la declaración de guerra de Hitler a Inglaterra y Francia, y los primeros pasos de la campaña nazi en Polonia. Goebbels y su ministerio de propaganda no veían con buenos ojos los servicios del joven periodista italiano, por lo que pidieron su remoción. Montanelli solicitó que lo enviaran de nuevo a Estonia, para evitarse problemas en una Italia convulsa. «Pero el pacto Ribbentrop-Molotov preveía que Moscú engullese las tres repúblicas bálticas. Llegaron y me expulsaron. Ésa fue mi gran suerte».
En efecto, el exilio en Helsinki le procuró un puesto de primera fila, unas semanas más tarde, en la invasión rusa de Finlandia (1939-1940). «Conté aquella extraordinaria resistencia [del pueblo finlandés] y el Corriere aumentó sus ventas en 300 mil copias. Toda Italia estaba de parte de los finlandeses porque vivía los apuros del ejército rojo como una derrota del aliado alemán al que no conseguía tragar».
De nuevo, las instancias oficiales italianas fueron presionadas por sus homólogos alemanes para acallar al incómodo cronista. Pero el ministro de exteriores, Ciano, que empezaba la oposición al nazismo, reconoció el valor del trabajo de Montanelli aunado al argumento de las 300 mil copias que el director del Corriere presentó y terminó por apoyarlo.
La labor del reporter toscano durante la guerra continuó en distintos frentes, hasta que hacia el final del conflicto, ya en Milán, fue arrestado con el cargo de escribir artículos irónicos sobre la vida afectiva de Mussolini (que no eran suyos).
Condenado a muerte, consiguió escapar. Muchos años después sabrá que su evasión fue posible gracias a la intervención del arzobispo de Milán, el cardenal Schuster.

CON UNA SUERTE DESCARADA

Después de la guerra volvió al Corriere y siguió como corresponsal muchas actividades internacionales. Son deliciosos los relatos de sus encuentros con los grandes personajes de la época («los he entrevistando a todos, salvo a Stalin y Mao»), a quienes no perdonaba vicios y manías, aunque reconocía también sus virtudes. Churchill «hosco, batallador, brillante», De Gaulle «vivía en la Francia del siglo XVIII, y para él todo el mundo era Francia, y Francia era todo el mundo», De Gasperi «leal, alérgico a la intriga y carente de histrionismo: no por casualidad empezó la carrera política en Viena y no en Italia», Adenauer, Schumann, Golda Meir… sin contar todas las personalidades del mundo político italiano de los últimos 50 años.
El más célebre de sus reportajes, junto al de la guerra en Finlandia, es la crónica de la revuelta húngara de 1956. Por azar «con una suerte descarada» resultó ser uno de los primeros hombres de prensa en llegar a Budapest, justo al inicio de los disturbios «llegamos cuando estaban abatiendo el monumento a Stalin», Montanelli llamó la atención sobre el hecho de que los nuevos revolucionarios no eran reaccionarios burgueses, sino jóvenes comunistas antiestalinianos.
«L’uomo contro», Montanelli, ganó una batalla más en el campo de la narrativa periodística, con un prestigio enorme para esas fechas, causando nuevamente indignación en los círculos que sostenían una versión simplificada y tendenciosa de los hechos, incluso antes de conocerlos.

AUTONOMÍA INQUEBRANTABLE

En 1973 da por terminada su labor en el Corriere por diferencias con la línea editorial. Al año siguiente fundó Il Giornale nuovo, que dirigió hasta 1994. En 1977 fue objeto de un atentado por parte de las Brigadas Rojas, que lo consideraban portavoz del liberalismo burgués.
Ese mismo año, el entonces medianamente conocido constructor milanés, Silvio Berlusconi, consiguió un porcentaje importante del Giornale, y a pesar de tender siempre a dominar todos los detalles de sus empresas, comprendió que si quería mantener una simbiosis útil con Montanelli, debía otorgarle entera autonomía al frente del diario.
Para el cronista amante de la libertad, un garante de la iniciativa privada en un país estatista como Italia por incómodo que fuera resultaba un apoyo casi necesario. El empresario y el director-cronista supieron convivir en un difícil equilibrio durante 17 años, hasta que Berlusconi empezó a abrirse un espacio político, lo cual requería un órgano de difusión y casi de propaganda. Montanelli no se prestó al juego y dejó el diario, seguido por varias decenas de colegas que lo apoyaban.
Al poco tiempo fundó el periódico La Voce, con la idea de crear un espacio de libertad para quienes lo siguieron en la insubordinación. Su empresa editorial tuvo una vida breve, tras la cual aceptó una de las tantas invitaciones que los nuevos directivos del Corriere le habían hecho.
Los últimos seis años de su vida publicó con regulariadad «La stanza di Montanelli», columna donde respondía y comentaba su abundante correspondencia, además de escribir artículos de opinión y editoriales. Algunas de sus respuestas suscitaban la polémica, justamente por ir contracorriente. Sus comentarios eran punzantes, irónicos y al mismo tiempo equilibrados. Sabía dar elementos de juicio para valorar personas y acontecimientos, y rompía directamente con las versiones preconcebidas de los sujetos en cuestión.
Fueron varias las réplicas y contrarréplicas ante su juicio ponderado sobre Francisco Franco, cuyo nombre irrita todavía los oídos de muchos oradores de la democracia; su contestación a un entusiasta seguidor de los eslóganes libertarios que forman la aureola de santidad laica de Giordano Bruno filósofo y mago quemado por la Inquisición en Roma el 17 de febrero de 1600 sonaba más o menos así: «mire, si quiere conservar esa admiración por el filósofo-mago-espía, mejor no lea sus obras; yo lo intenté una vez, y no pasé de la segunda página».
Sólo una vez advertí una fractura en el aplomo de sus respuestas. Cuando un adolescente le preguntó si realmente pensaba que no había nada que hacer con los italianos incorregibles corruptores de tantas cosas buenas, Indro se mostró casi tierno, como un abuelo que se disculpa por haber oscurecido las ilusiones de un nieto.

HISTORIADOR DILETANTE

La sugerencia de escribir una historia de Roma en entregas semanales para un suplemento dominical del Corriere, en los años cincuenta, llevó a Montanelli a descubrir «el gran deseo que tenían los italianos de conocer la historia, una historia verdadera, y en un lenguaje accesible a todos». El impulso de ese primer éxito cristalizó en más de 25 títulos, desde la Historia de Grecia hasta la Italia del fin del milenio.
Los académicos siempre lo acusaron de diletantismo amateurismo, se diría más comúnmente, pero Montanelli, con un cierto aire de superioridad, no sólo admitía sino que reivindicaba para sí la etiqueta, acentuando que en ese hobby encontraba dos de sus mayores placeres: el suyo propio de escribir la historia, y el de sus lectores al leerla como él la quería contar.
Su pluma no acudía a las fuentes documentales más recónditas; él mismo afirmaba que sus fuentes eran «de segunda mano, pero con denominación de origen». Aseguraba que su mérito estaba «en saber escoger entre los textos de los grandes investigadores y mediar entre la alta cultura y el público». Decía que la agilidad en la expresión se la había dado el periodismo.
Tenía, además, un toque y estilo muy por encima del conocimiento del arte y del esmero en la redacción; su personalidad directa, finamente irónica, hacía amable su implacabilidad tantas veces rayana en la rudeza con los personajes y los hechos.
No era, sin embargo, un historiador del todo improvisado: apenas terminada la carrera de leyes y ciencias políticas en Florencia, estudió historia en Grenoble, La Sorbona y Cambridge. Importó el estilo inglés de divulgar la historia, desconocido en Italia.
Si tuviera que comparar el nivel de sus escritos históricos, podría afirmar que, aparte de las características personales de cada uno, se encuentran en la misma longitud de o­nda que los de Paul Johnson e igualmente cautivadores; quizá es un poco más entretenido que André Maurois y algo menos elegante que Stefan Zweig. Un ejemplo más próximo es la obra de Enrique Krauze, donde no faltan paralelismos, sobre todo en su manera de contar los últimos 25 años de la política mexicana en La presidencia imperial.

TRANSPARENCIA CONTRA OFICIALISMO

En su papel de analista de la historia italiana, se consideraba con el deber de abrir los ojos a un público que vivía con retazos de narraciones más o menos tendenciosas (aquí ya no me atrevo a destacar analogías con el caso mexicano), recordando que su país era una aglomeración recientemente unificada sólo dos generaciones antes, y que la manera como se forjó la Italia contemporánea en el siglo XIX no dio lugar a una reflexión pausada de los hechos que rompieron con violencia equilibrios de siglos.
El Risorgimento, es decir, el periodo anterior a la unificación italiana (1815-1870), fue narrado por la historia oficial con el sesgo propio del positivismo en boga, mostrando a la Iglesia católica como el enemigo número uno del progreso y a la empresa de la unificación como una historia redentora.
Aunque Montanelli manifestó siempre que los estados pontificios habían frenado el desarrollo político de Italia, sobre todo a partir del Renacimiento oponiéndose a la unificación y formación de un estado común, supo distinguir muy bien entre el papel espiritual de la Iglesia y las vicisitudes temporales en las que se ha visto envuelta, incluso las más graves y comprometedoras. Repugnaba la retórica nacionalista que condenaba en bloque las instituciones y personajes del pasado, por la miopía, la intransigencia y el extremismo de las explicaciones ideologizadas. Su reconstrucción del Ottocento le valió muchas censuras y enemistades.
Su capacidad de discernimiento en las sacudidas que sufrió Italia entre 1943 y 1945, y su valor para contradecir las versiones oficiales sobre el fin del fascismo y los vaivenes de la resistencia contra los nazis, le ganaron el título de «revisionista», y otros tantos bastante usados en la jerga ideológica de izquierda para catalogar a quien disentía de las versiones consagradas. Y no era para menos. Si fue difícil ser imparcial en una guerra civil, en el caso de la caída del fascismo y su breve resurgir como títere de los nazis, el asunto resultaba realmente complicado y espinoso.
Dentro de la cúpula del partido fascista se fraguaba una conjura para quitar a Mussolini de en medio, romper la alianza con Alemania y firmar una paz separada con los aliados. Umberto II, rey de Italia, tomó la iniciativa, encarceló al Duce y empezó una política ambigua (es difícil cambiar definitivamente de bando cuando el anterior aliado, que casi ocupa tu territorio, se convierte en enemigo). En algunas zonas del país, en especial en el norte de la península, las fuerzas de resistencia de distintas coloraciones políticas organizaron acciones de guerrilla.

«REVISIONISTA» DE UN MITO

A pesar de sus excesos, el fascismo era todavía muy popular en Italia, y la ciudadanía se encontró de un día para otro con que el partido-gobierno había sido decapitado. De pronto, muchos se descubrieron antifascistas y grupos paramilitares más o menos organizados se fortalecieron. La confusión fue completa cuando los nazis «liberaron» a Mussolini y organizaron un gobierno pelele en una pequeña ciudad del norte (Salò): ahora el enemigo podía ser el propio ejército italiano, reforzado cuando no guiado completamente por los alemanes.
Algunas facciones de la resistencia aprovecharon el caos para eliminar a otras, sobre todo en la fase final de las hostilidades: una vez vencido el enemigo exterior convenía aprovechar las circunstancias para eliminar las fuerzas opositoras de un futuro gobierno. En fin, que los hechos presentados por la propaganda de la posguerra como una lucha heroica contra el invasor ignorando el fuego cruzado motivado por cuestiones políticas, eran presentados por Montanelli como guerra civil, donde heroísmo, oportunismo y crueldad se mezclan en porcentajes difícilmente distinguibles y que, como todo conflicto de este tipo, resulta más cruel que las guerras de defensa.
Durante muchos años, y aún hoy, estas afrentas al mito de la resistencia que amalgamó a nacionalistas de todas las tendencias no han sido bien digeridas por los defensores de la historia sacra de la lucha por la libertad contra el nazi-fascismo.
Montanelli aceptaba el adjetivo «revisionista» por su fuerte convicción de que, ante los hechos, valía la pena examinar las propias opiniones, e incluso cambiarlas, si la realidad se imponía. Su entereza, traducida muchas veces en brusquedad típicamente toscana, fue un rasgo constante en todos sus escritos: por eso valía la pena detenerse a considerar algunos de los más polémicos. Tanto en sus obras de historia como en sus comentarios y editoriales, la pluma del cronista acompañaba siempre a quien estuviera dispuesto a seguir pensando.

UN SÓLO DEFECTO: DEMASIADA COHERENCIA

Con estas palabras lo definía uno de sus más destacados discípulos, Beppe Severgnini, en un artículo publicado en Il Corriere un día después de su muerte, con la intención de resumir casi «montanellianamente» uno de los rasgos más acusados de la personalidad de su maestro, fustigador de la debilidad por el compromiso, la inconstancia y el individualismo de sus compatriotas.
Aunque reconocía el ingenio de su gente y su capacidad de adaptación para algunos motivo de orgullo y superficial chovinismo, para Montanelli eran defectos objetivos que a la larga condicionaron el desarrollo de la nación y corrompieron las bases de sus instituciones: la astucia para encontrarse siempre del lado de los vencedores, cambiando de chaqueta en el último momento; la ambigüedad en las relaciones personales y diplomáticas; la aceptación, por parte de los políticos, de la necesidad de reformas serias en un gobierno anquilosado, siempre y cuando no se llevaran a cabo para evitar la ruptura de mezquinos equilibrios del poder; la hipertrofia en la producción de leyes, que va de la mano con su violación
La desconfianza creada por estas actitudes se manifiesta tanto a nivel de relaciones internacionales basta conocer los lugares comunes sobre Italia y los italianos en los foros europeos, como en la sospecha continua y recíproca entre individuos e instituciones (se necesitan tantas garantías sobre la propia identidad al presentar un cheque al portador en un banco, que resulta casi imposible cobrarlo) y entre los individuos mismos.
No sé qué habría opinado Montanelli del respeto y afecto que le demostraron tantos políticos los días sucesivos a su muerte. Quizá diría que lo mismo hicieron cuando murió Craxi, a quien muchos odiaban cordialmente: simplemente se observan las formalidades ante una situación límite, que no se volverá a repetir, y en la que ninguno de los posibles lectores espera una declaración sincera.
Yo quisiera ver más allá: Montanelli se afirmó como punto de referencia en una nación de grandes tradiciones, pero en continua evolución interna, afectada profundamente por la precipitación del siglo XX. Su franqueza y honestidad, unidas a un cultivado sentido del humor, hacían no sólo tolerables, sino apreciados, sus punzantes escritos. Por eso se le respetaba y estimaba. Como demostraron muchos de estos firmantes: «ci mancherai, Indro», que puede entenderse como un «te extrañaremos, Indro», «nos harás falta». Son las palabras del niño travieso que al final se da cuenta de los valiosos «reproches» de sus mayores.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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