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De Mi-nezota a Neza-york

«No cambiemos de patrón, cambiemos de patrón de vida»
Pintada en La Sorbona, 1968

«CALÓ» E INTERNET

Todos conocemos los graffiti o «pintas». Al principio aparecían en superficies prohibidas como desacato y desafío, hoy «adornan» paredes de lotes baldíos, aunque cualquier edificio está sujeto a la inspiración de los artistas populares. ¿Qué hay tras esta manifestación?
Las firmas de las pandillas suelen pasar inadvertidas para el lego, aunque muchas veces todo el graffiti es pura «rúbrica». Los nombres son elocuentes; en el ambiente se les conoce como crews: CHK (Cops Hate Kids), DC (Destruyendo la Ciudad), PVP (Puro Vato Pobre), PBC (Puro Barrio Chido), SF (Sin Fronteras), TNT (Tribu Nueva Tenochtitlán o Tenochitlan New Tigers), HSR (Hate the System Racist, sic.), CLK (Crazy Ladies Krew) .
El sonido de las letras prevalece sobre la ortografía. Un graffiti del mayo parisino de 1968 denunciaba las reglas ortográficas como un mecanismo de opresión: «ke kosa es la objetibidad».
Los graffiteros son la punta del iceberg. Debajo existe toda una civilización cuyo corazón es «La Banda». La burguesía mexicana desconoce este universo. De ordinario utiliza clichés y estereotipos: desde el obsoleto «peladito», hasta el «naco» del siglo XXI. Reduce el fenómeno a falta de «educación» (léase «urbanidad») y de afán de «superación personal» (léase «los pobres son pobres porque quieren»). Sorprende la ignorancia de ciertos segmentos de la población más privilegiada para entenderlos.
No es posible conocer la vida de «La Banda» (las mayúsculas son esenciales) si no se habla su lenguaje, el «caló», un sistema de signos que oculta a extraños los sentimientos y pensamientos de sus hablantes y que es, entre otras cosas, un mecanismo de defensa.
El Diccionario de la Lengua Española define «caló» como el «lenguaje de los gitanos españoles». Los gitanos no se integran a España aunque vivan en Madrid o Sevilla. Un «payo» es un extranjero para los gitanos.
En Internet encontramos diccionarios de «caló» mexicano. Son enigmas: «voy a que-Martín me pague». («Quemar» significa fumar marihuana). El lenguaje es signo de identidad. Su manejo se aprende por ósmosis en «La Calle». El «caló» es críptico: «Bienvenido a ciudad bótica», «andamos de latosos»: en botes o latas de refresco se fuma la coca en piedra. «The Flinstones»: pican la coca en piedra.
«¿TONS QUÉ LABANDA?»
«La Banda» son jóvenes entre 12 y 27 años. Sus miembros se perciben como renegados y enfrentan a la autoridad civil, son la antítesis de un Club de Leones. Los integrantes de «La Banda» se rebelan contra la familia, los horarios, el matrimonio. Muchos varones adolescentes tienen hijos y no son raras las madres solteras.
Habitualmente, su último y mayor reto académico es el bachillerato. La policía es el enemigo par excellence y, paradójicamente, también el mejor aliado («sin comentarios»). «La tira» abusa de autoridad, pero «midiendo el agua a los camotes», pues así como «los uniformados» golpean sin motivo a «La Banda», el barrio puede vengarse y «aplicar un correctivo disciplinario» o «poner un cuatro». Los granaderos son especialmente odiados.
En algunas pandillas, en especial entre los graffiteros, hay ritos de iniciación. Dos pruebas: subirse a un tren en marcha y pintarlo con rapidez sin perder la vida, o pintarrajear un «microbús» sin que el chofer se percate.
En las bandas no-graffiteras hay diversas personalidades. El común denominador es no tomarse en serio la vida. Su rango de coincidencia es más o menos amplio; muchas bandas son flexibles y pocas, monolíticas. Caben quienes respetan a su madre al estilo «10 de mayo» y quienes se «avientan un tiro diario» con su padre. Hay abstemios, pero abundan los alcohólicos. Hoy por hoy, la presión de las bandas para consumir alcohol, drogas y enzarzarse en riñas callejeras disminuye.
«La Banda» es refugio, escape, pretexto para «no-estar» con la familia o los compañeros de escuela. Para pertenecer a ella es menester divertirse en «La Rumba», que es una revuelta festiva contra el Eestablishment.
La vestimenta es usualmente uniforme entre los graffiteros æ«andar bien tumbado y bien representado»æ pero en otros grupos es irrelevante.
CHELSEA Y TEPITO
México se ufana de cosmopolita y desarrollado a pesar de que 20% de la población detenta 80% de la riqueza. La mala distribución, combinada con la urbanización despiadada y la pluralidad humana, genera mundos paralelos entre los 20 millones de habitantes del Valle del Anáhuac. Ni Monterrey, Guadalajara, Tijuana o Ciudad Juárez escapan al fenómeno, otro cantar es que «La Banda» no se vea desde los apartamentos los hoteles de lujo.
Barrios marginales han existido siempre. Tepito es «barrio bravo» desde el Virreinato. La Atenas de Pericles también fue clasista. Y qué decir de la aristocracia de Chelsea en Londres y las sucias vecindades de las novelas de Dickens. No obstante, en las grandes urbes el fenómeno es colosal, como nunca imaginó Zolá.
La marginalidad de las bandas germina en la sociedad urbana. No hay bandas en el campo. La miseria se disimula en las grandes ciudades. Vivimos entre desconocidos.
Se afirma que el promedio de ingreso diario de un «cabeza de familia» tepiteño ronda los 5 mil dólares libres de impuestos. Sin embargo, hay marginalidad. El barrio no es parte de la polis ni espacio público. Sólo se le conoce a través de películas (Lagunilla mi barrio), estereotipos («el pachuco», «el pacha»), investigaciones académicas y notas rojas.
IGNORANCIA Y PATERNALISMO
La población «decente» de las ciudades rehuye esas zonas que, según sus categorías, son Sodomas promiscuas y violentas. La burguesía carece de sensibilidad para conocer la diversidad de clases en el barrio. En algunos conviven burócratas, ricos comerciantes y obreros. En otros, hay cierta segregación natural y escasean albañiles, «talachas» y hojalateros.
Se trata de un mundo más complejo que las colonias «clasemedieras» y residenciales. Para la wealth middle class no pueden convivir estratos económicos distintos, en cambio, en el barrio sí es posible.
Las bandas son el corazón del barrio: siempre presentes, aunque no se vean. Puede haber costumbres ancestrales como el «Niñopan» de Xochimilco que dibujan la identidad, pero las pandillas la configuran de manera rápida e informal.
Las sociedades urbanas, nómadas y desarraigadas, hallan en las bandas una corporación a la medida. «La Banda» es un colectivo casi abstracto, no un grupo de amigos personales. La clase media, y especialmente la alta, carece de sentido de pertenencia o, en el mejor de los casos, está incardinada en estructuras rígidas. Basta leer la sección de sociales de un diario para detectar a las familias «bien» que se casan y hacen negocios entre sí, élites más impermeables que las bandas.
Las pandillas admiten diversidad económica y cultural. Los odios se infiltran, pero también un profundo sentido de la convivencia, fruto de la cercanía física con otras familias. No es lo mismo tener al vecino a 20 metros que a dos.
Hace poco, el periódico Reforma publicó unos datos sorprendentes. México es uno de los países con más ricos. Cerca de 70 mil personas disponen de un millón de dólares para inversiones. México concentra casi la tercera parte de «millonarios» latinoamericanos. Dato aterrador si consideramos la pésima distribución de la riqueza en el país. El salario real de los obreros se ha deteriorado y la pobreza convive con riquezas faraónicas.
El Valle de México es emblemático, ciudad de contrastes que escandalizan a los europeos. En todas las sociedades existen diferencias económicas y culturales. Sin embargo, en Europa occidental el modelo político y económico ha permitido distribuir la riqueza con más equidad. Basta ver, por ejemplo, cómo un alto porcentaje de la población utiliza transporte público, sin que ello tenga una connotación marcadamente social. En México, por el contrario, el transporte público está estigmatizado: «mira a los nacos brotar del centro de la tierra», comenta jocosamente la juventud privilegiada al ver una estación del Metro.
La cultura de «La Banda» se relaciona más con el modelo urbano de Estados Unidos (reacción contra el racismo, la marginación, el individualismo) que con el europeo. México no apuesta hacia el modelo alemán. Los resultados son palpables. El resentimiento social se acrisola en los barrios. La marginación se enquista. El «teporocho» es sustituido por la trágica figura del homeless. Curiosamente, los indigentes están más arropados en los barrios, por las bandas y los vecinos, que por los sistemas abstractos.
No queremos juzgar los fenómenos de la llamada «cultura urbana» («La Banda» es la médula), sino llamar la atención sobre su existencia. La asistencia social es un paliativo loable. Visitar a los «niños de las alcantarillas» está muy bien, pero nos preocupa que esos afortunados de los que habla Reforma desconocen estas realidades o se acercan a los pobres con un deje de paternalismo despótico.
El primer paso para superar estas actitudes es conocer las manifestaciones «culturales» de los grupos marginales. Impresiona cómo unos pocos pueden vivir sin imaginar siquiera que existe otro mundo, una pléyade de ciudades de millones de habitantes, divididas a su vez en pequeños cuadros donde todos tienen comal y metate. El barrio es «chido».

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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