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Educación: plenitud humana

Desde la antigüedad, todas las culturas se han preguntado qué es el hombre. Literatura, arte, educación buscan formarlo. Sin embargo, el ser humano no es fácil de conceptualizar; la riqueza de cada uno llega a ser inefable. ¿Cómo encerrar en una palabra la grandeza de ser persona? Es necesario contemplar en silencio esta obra de arte.
No centraré mi atención en el concepto de hombre, sino en la admiración respetuosa por el hombre concreto Juan, Pedro, Rosa, don Panchito, nuestro alumno, conocido, nuestro hermano. Ése es el verdadero hombre; no su concepto más o menos académico o descriptivo. La grandeza asiria de Gilgamesh y de Enkidú, la belleza de la fiel Sita del «Ramayana», los diálogos de Hecuba y de Héctor, el dolor de Antígona por la muerte de su hermano; la necesidad ciceroniana de descubrir el ideal a imitar por los jóvenes ciudadanos romanos, trajeron a la literatura las descripciones más perfectas. Después, los cantos de Rolando y de El Cid, por no hablar de muchos intentos de escritores y artistas que deseaban unir las ideas helenísticas y cristianas, acabaron por redondear la imagen clara del hombre.
Toda concepción universal debe volver al individual conocido en la realidad. De ahí que todo humanismo necesite, para ser auténtico, estar cerca de la persona concreta que es un varón y una mujer.
El hombre es un ser complejo y simple, no fácil de captar en una mirada, huidizo al conocimiento y renuente a entrar en un esquema científico rígido. Sin embargo, el deseo de conocerlo ha desarrollado también, en las últimas decenas del siglo, una enorme cantidad de esquemas. Estructuras científicas y teorías psicológicas; ambas con enorme grado de precisión y eficiencia, con resultados medibles y controlables han conseguido una epidemia de pensamientos abstractos que ocultan su ansia por encasillar al ser humano. Así, el hombre se pierde, se escapa.
Entre los muchos temores actuales, está el miedo a la realidad; el científico, por ejemplo, desea dominarla pero no se abre a ella. La humanidad se va quedando ciega. Hay que abrir los ojos y ver a la persona con nombre y apellido, rica en su situación concreta que exige respeto y comprensión.
La situación abstracta tranquiliza, nos aleja de la persona y sus exigencias, nos deslinda del compromiso personal, evita establecer una relación de solidaridad, de trascendencia de nuestro yo para darlo a otro.

CON OJOS DE NIÑO

El hombre sólo se engrandece estableciendo relaciones dignas y solidarias que forjen una comunidad humana real, no solamente pensada.
El proceso educativo, se ha dicho en los últimos siglos, tiene como centro al niño, pero el niño con su historia y su especificidad única e irrepetible: establecer con el educando una relación humana es el nervio central de la educación humanista.
Es necesario lograr la disposición y apertura de espíritu que caracteriza al niño. El placer de jugar con nuestra capacidad de pensar y maravillarnos, el asombro ante la inmensidad de las cosas, descubrir que los objetos y las personas son diferentes, que existen cosas que se escapan a respuestas precisas y concretas… Esto se opone a la información, con sus respuestas exactas y la descripción del valor1. Hay que convertir el salón de clases en un espacio de indagación sobre lo que el educando conoce y vive, a través del diálogo, la actitud flexible y abierta en donde cada uno es importante para el otro2. Eso obliga al adulto a tener una mirada madura, cordial, curiosa, sobre el ser humano que es el infante a su cargo.
El niño se convierte en el centro de atención de quien lo educa. No decimos «objeto de observación» porque volveríamos a caer en un concepto abstracto y por tanto manipulable. Él se coloca frente a mí, como un sujeto de derechos básicos, de exigencias para obtener una educación y no de explotación, control o uso.
El sujeto de la educación es una realidad misteriosa, compleja, que asombra la capacidad del educador. Siempre se está ante el descubrimiento de múltiples facetas de la riqueza humana.
Se está ante otro que requiere ser apreciado como otro. Esta consideración se da por connaturalidad, simpatía, por la unión del pathos, más allá de las relaciones racionales abstractas, se sitúa en la sensibilidad, la emoción; en el destino humano compartido, en el descubrimiento de las posibilidades del otro.
El hombre posee valor por sí mismo, debe amarse por ser él. Un ser con dignidad que no debe ni puede ser usado. No es útil.
El alumno debe encontrar su propio valor a través de cómo es tratado por su profesor. Una de las formas en las que el hombre aprende a ser hombre, es en esta relación de convivencia respetuosa. El educador, habiendo encontrado su propia dignidad, es capaz de mostrarla al educando en el sistema de relaciones básicas y elementales que llamamos educación; de otro modo, se desarrolla el clima de violencia, uso, explotación o manipulación que caracteriza al sistema educativo masivo de fin de siglo, salvo honrosas excepciones.
Al mismo tiempo que hay una estrecha relación, debe existir distancia: la contemplación asombrada, la educación frente a otro en donde se percibe la diversidad de potencialidades y necesidades propias y exclusivas del otro que no soy yo. Lograr en el alumno la autonomía socrática.

EXPERTO EN HUMANIDAD

La educación es un arte cooperativo3. El maestro pone las condiciones, el ambiente, el trato y todo lo necesario para que la vida interna del educando se movilice y logre su crecimiento, florecimiento y expresión.
El arte cooperativo aprovecha y guía las fuerzas del educando para que lleguen a realizarse los procesos internos necesarios para la formación intelectual, moral o psicológica. Es un trabajo real y concreto del profesor sobre el alumno, pero éste es quien debe lograrlo.
El arte es la recta determinación de las cosas por hacer para llegar a un resultado. Esta ordenación se pone al servicio de una naturaleza viva que coopera, no para lograr mis objetivos, sino para encontrar sus propios objetivos. Por ello es cooperativa: ambos, alumnos y profesores, permiten que se forme el hombre nuevo que crece, madura, florece, etcétera.
La educación lleva al individuo humano a lograr sus objetivos de amar, conocer, e integrar su propia persona.
El ser humano posee sus propias energías internas, por ello, y para colaborar con él, deben percibirse y respetarse estas capacidades y formas de ser. La ayuda radicará en construir los cauces que faciliten lograr la perfección del alumno.
El maestro es modelo porque activa los procesos de pensamiento en sus alumnos4. No sólo debe ser un especialista en los programas de enseñar a pensar, sino estar equipado para impartir la materia, logrando que el alumno piense el contenido de esa materia. Además, el maestro debe ser un experto en humanidad. El mejor aprendizaje del alumno y del profesor «es lograr que aprendan ambos a vivir en este mundo, a pensar, a entenderse, a comprenderse como personas»5.
En la medida en que el profesor va conociendo sus propios objetivos, conoce y se adapta mejor a los objetivos de otros para comulgar con ellos.
Todos los seres humanos tienen necesidades genéricas, pero cada uno las posee de manera peculiar. De ahí la necesidad de flexibilidad, creatividad y riqueza del profesor.
Encontrar el modo de ser de cada uno, en una relación personal, es el reto de la educación humanista. El profesor es también un sujeto, no entabla una relación maestro-alumno, sino una relación Pedro-Juan, Pedro-Rosa, sujeto a sujeto, persona a persona.
Cada grupo de estudiantes debe ser una comunidad humana. Puntos casi olvidados son el diálogo, la pregunta, la reflexión, la comparación. La interrelación humana natural, sencilla. La conversación de los viejos educadores socráticos que partían de las inquietudes de los educandos para armar preguntas y así, elaborar los conocimientos que iluminarían el sentido de sus vidas. El maestro es el primero que debe transformarse; el aula es un lugar privilegiado de formación del mismo profesor. La práctica docente modifica el trato con el conocimiento y la investigación y, sobre todo, con los alumnos6.
La relación humana es fundamento de la vida social y sólo se aprende en la relación educativa: escolar, familiar, entre amigos, en la empresa. Lo que debe educar esta relación es la percepción, la transmisión, el hacer brotar de la intimidad del alumno la experiencia de abrirse a los demás, aunque este vínculo permanezca oculto actualmente.
Hoy, el hombre está enfermo precisamente por la incapacidad de abrirse a la realidad de otros. La sombra de la explotación, la manipulación, el desprecio ha enrarecido el aire que respiran alumnos y profesores.
Los esquemas de competencia, separados de la cooperación, tornan inseguras a las personas. La inseguridad es un elemento cegador de nuestra creencia en el mundo. Esto bloquea el compromiso con los otros, aparece el deseo de imponer las propias ideas y objetivos.
Desconocer la propia dignidad lleva a la falta de riqueza interior y no permite una relación sana. El complejo mundo de las frustraciones, ignorancias y heridas se transmite cuando no han sido solucionadas previamente por el profesor. Lo incapacitan para la sana relación educativa.
La educación entendida como relación humana no se suple por técnicas de enseñanza, equipos sofisticados, estrategias y herramientas de aprendizaje, todo esto otorga seguridad en el hacer, pero no suple el encuentro humano satisfactorio, educativo. La cultura de la técnica, de lo ya hecho, quita la creatividad necesaria para la contemplación asombrada de un ser que se está haciendo: el alumno.
Tristemente, el objetivo básico de la educación, a partir de la fundación de la escuela moderna, ha sido únicamente la transmisión de conocimientos y la preocupación por el desarrollo intelectual de los sujetos del proceso educativo.

ENCUENTRO CON EL OTRO

La separación entre el razonamiento y la totalidad de la persona, desarrolla una ruptura entre el aspecto afectivo, volitivo y sensible con las capacidades abstractas.
¿Por qué nos preguntamos por el humanismo? La invasión de racionalismo y los entusiasmos por la construcción inmanente del conocimiento ha perdido la posibilidad de conectar con el individuo que se encuentra en la realidad y no en el puro intelecto.
Separar al individuo de sus cargas emocionales y volitivas es cerrar al hombre la posibilidad de conocerse como persona.
La relación educador-educando queda también fracturada:
Educador/canal de conocimiento racional.
Alumno/aislado como individuo y sólo visto como receptor.
Las relaciones conceptuales no son relaciones humanas:
Profesor/alumno; alumno/alumno; alumno/realidad.
La metodología participativa busca solucionar la actitud pasiva (receptor) involucrando otros elementos del educando: el objeto de la educación debe convertirse en sujeto de la educación.
Este ideal sólo se realiza cuando el alumno se abre al encuentro interpersonal y de reflexión, mediante un contacto humano que no es pura actividad, sino la experiencia del profesor que tiene, en su vida personal, la vivencia y el compromiso esencial con lo conocido, y el desarrollo humano de las relaciones entre el equipo de trabajo, los compañeros de clase, la materialidad de la sede educativa, etcétera.
El proceso educativo debe ser completo para no romper en pedazos a la persona. La educación es un proceso de conciencia entre seres humanos en donde todos mejoran.
El profesor debe poseer un espíritu imaginativo y creativo, así como un depósito de conocimientos, y el alumno debe recrear imaginativamente las ideas y los hechos comunicados. Un buen maestro escucha y aprende de sus alumnos, es un hombre completo, «el centro a partir del cual fluye una corriente fresca y vivificadora de saber imaginativamente concebido»7.
El verdadero humanismo confía en la persona: concibe la existencia como algo valioso donde el hombre es capaz de modificar su futuro. La seguridad de la disciplina, del rito, el saber qué se espera de cada uno, la claridad entre lo bueno y lo malo, nos dará el marco de referencia intelectual, moral, afectiva y social que necesita la sociedad contemporánea.
La capacidad de asombro, de entrar en el mundo de lo mágico, se ve seriamente amenazada por la cultura televisiva y computarizada que mata la sensibilidad de admirar lo sencillo; el alumno siempre quiere encontrar el truco, el «efecto», no hay lugar para la sinceridad ni la simplicidad que facilita la inteligencia, la asimilación y el efecto de la búsqueda. Es frecuente encontrar que cuando el pájaro cantor cierra su pico hace exclamar a los niños: «se le acabaron las pilas»8.
Francisco de Cisneros hizo grabar en piedra un emblema para la universidad de Alcalá: «Al futuro por el pasado»9. El desprecio al pasado hace que nuestras acciones pierdan compromiso y el presente se convierte en una sensación inestable que busca sólo el cambio, no se recuerda el porqué de las decisiones. El presente se vive sin futuro porque no se vive por algo y para algo.
Actualmente, el exceso de opciones hace que se prefiera no optar; sin embargo, esa misma postura es una elección y esta decisión supone elegir la falta de rumbo.
El hombre necesita conocer el bien y la verdad, requiere de un horizonte que active la voluntad. Cuando éste no existe, la persona no sabe a dónde va, no tiene rumbo y esa inseguridad lleva a la angustia.
Es necesario volver los ojos al pasado, beber en las fuentes del humanismo y tornar al presente para proyectar un futuro donde el ser humano brille en su grandeza a la luz de la verdad y el bien, donde su integridad sea respetada y pueda comprometerse en un destino compartido.

1. Mónica Velasco A. Vidrio. El programa de filosofía para niños. Educar: revista de educación. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de Jalisco. Julio-septiembre. 1998.

2. Según Lipman. Idem.
3. J. Maritain. La educación en este momento crucial.
4. Anita Nielsen. Programa y estrategias de desarrollo cognitivo. Op.cit. Educar: revista de educación. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de Jalisco. Julio-septiembre. 1998.
5. Idem.
6. Idem.
7. Charles I. Gragg. El profesor también debe aprender. ISTMO, no. 234. 1998, p.14.
8. Patricia Montelongo. ¿Sin derecho a ser niño? ISTMO no. 234. 1998, p.32.
9. José Luis Lucas Tomás. Ritmo y horizonte personal. ISTMO no. 234. 1998, p.36.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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