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La cultura en el siglo XXI

El porvenir conlleva, siempre, algo aventurado que desborda toda previsión. Debido a la misma naturaleza del tiempo, las cosas cambian sólo por seguir: la continuidad produce discontinuidades, la permanencia fomenta por sí misma las rupturas. Por eso, al igual que no hay situación tan buena que no esté siempre amenazada, lo peor tampoco es nunca seguro.
Ningún espectador de la historia se atrevería hoy a decir lo que será la cultura del mundo occidental si tal concepto tiene todavía validez, a mitad del siglo XXI.
Se puede pensar, justificadamente, que las evoluciones culturales son mucho más lentas, profundas, y por eso, más determinables y previsibles que los sucesos personales e históricos, los cuales están más comprometidos con la casualidad de los encuentros, las emociones y circunstancias. Pero eso es en parte inexacto. En contra de lo que hubiéramos creído, la historia pone de manifiesto que hay «seísmos» culturales, tan repentinos e imprevisibles como un terremoto, y que cambian en unos días o en unos meses todo el paisaje intelectual, moral y social.
Desde que una rama de la etnología norteamericana se denominó «antropología cultural», el sentido de la cultura se extendió a todo tipo de comportamientos y quehaceres, y, como es lógico, perdió en comprensión como ganó en extensión. Antes, strictu sensu, la cultura designaba la forma espiritual de la vida: el arraigo de una conciencia en el suelo histórico que le nutre, asimilando la diversidad de sus elementos en la novedad de una síntesis original. Así, mientras un individuo salvaje no puede hacer más que empezar cada mañana un día igual a la víspera, un ser culto nunca acaba de proseguir lo que la misma historia empezó. Lo mismo que, debido a su patrimonio genético, cada ser vivo es tan antiguo como la misma vida, la cultura hace que cualquier espíritu sea tan viejo como la humanidad entera. Puesto que, por tener mucha experiencia, los ancianos nos parecen tener alguna sabiduría, al procurarnos la experiencia de lo que hemos sentido interiormente sin haberlo vivido, la cultura nos hace más sabios porque nos hace más humanos.
Hoy, en que existe un ministerio o secretaría para hacerse cargo de ella, la cultura sensu lato no tiene casi nada que ver con la duración o la historia: es el conjunto de todos los comportamientos sociológicos en un momento determinado.
Conformándonos al uso actual de la palabra, entenderemos en adelante cultura como el conjunto de datos y comportamientos sociales, de actitudes intelectuales, de referencias estéticas, a la vez de inclinaciones y rechazos morales que, si no proporcionan la radiografía de una época, al menos dibujan su perfil. No tomo en cuenta las teorías científicas ni la evolución de las técnicas, puesto que sólo importan por los nuevos y masivos comportamientos que suscitan (como el teléfono, televisión, automóvil, etcétera;pero el descubrimiento de una estrella o la mecánica cuántica, no cambiaron nada la experiencia íntima que los hombres tienen de sí mismos, de su humanidad. Todo lo que cultiva instruye, pero no todo lo que instruye cultiva.
Hagamos dos consideraciones. La primera es la ley del doble frenesí: la evolución de la vida resulta de dos tendencias encontradas: materia y espíritu; lo mismo que se pasa, de manera frenética e imprevisible, de la tradición más conservadora a la innovación más arriesgada, se pasa también del goce más egoísta al espíritu de sacrificio y entrega más altruista. La segunda, menciona dos factores de incertidumbre que arruinan toda previsión en el campo de la historia, a pesar de los planes económicos y los programas de investigación: siempre hay algún pensador o científico que descubre lo que no buscaba, provocando un cambio inesperado; y, así como una voluntad al repetirse se convierte en costumbre, no hay revolución tan liberadora que no se transforme en un régimen opresivo y conservador; no hay audacia creadora que no se vuelva pronto un tema escolar y académico. Paralelamente, no existe situación, por deseada que sea, que, al hacerse permanente, deje de ser rechazada. De modo que podemos prever y anunciar este rechazo, basta con esperar; pero no podemos prever el momento y forma del mismo.
Si la cultura del siglo XXI fuera previsible, tendría que ser una prolongación de la del siglo XX. Ahora bien, para trazar el curso de la cultura, necesitamos resumir la situación cultural europea en 1950 y después en este fin de siglo, para intentar caracterizar las principales tendencias culturales del nuevo primer cuarto de siglo.

Situación cultural en los años 50

* Situación sociológica. Casi todos los países europeos estaban constituidos por una población principalmente rural. Éramos casi todos hijos de nuestra tierra. El valor más reconocido y respetado era la tradición, y el valor más tradicional el respeto. Cada cual tenía como uno de sus primeros deberes servir y honrar a la familia, por ello, se sentía casi sin cesar observado y juzgado por todos; así, la vigencia social regulaba los comportamientos. La división del trabajo tendía a perpetuarse entre las familias, había un orden de clases sociales. Además, la sociedad se organizaba y estructuraba por instituciones tradicionales que contaban con una individualidad casi orgánica; sus miembros se distinguían por sus uniformes y la dedicación absoluta a unos valores, cada cual poseía el sentimiento vivo de su sitio, rango, papel social y convicciones políticas y religiosas. Para casi todos, el trabajo era más una necesidad que una dedicación. La escuela parecía, y era, el único medio, de promoción social, los valores escolares parecían tan justos que quienes soñaban reformar la sociedad en nombre de la justicia, se representaban la sociedad regenerada sobre el mismo modelo de la escuela. Hacer una carrera parecía un privilegio.
* Situación intelectual. Se experimentaba un orden de las cosas y, por tanto, había que cambiar más bien nuestros deseos que el orden del mundo. Casi nadie ponía en duda que existe una verdad y que su búsqueda consiste en alguna identidad lógico-ontológica entre la razón que conoce y la que fundamenta las cosas. La razón se reconocía ella misma como realidad; tal era el racionalismo general difundido a través de la sociedad. La fenomenología prometía un regreso a las cosas mismas y la literatura comprometida quería describir la verdad de la vida tal como cada uno la vive, sin comprenderla. Dos escatologías se enfrentaban: la celestial y la terrenal. Para unos y otros no cabía duda que la existencia tenía un sentido: la verdad; y que no teníamos más que conformarnos con él. Pero aunque la vida no tuviera sentido, podía seguir teniendo belleza o dignidad.
Con todo, en 1950, un rasgo fundamental unía investigaciones distintas: el desvanecimiento de la verdad y el adueñamiento del pensamiento por el lenguaje; en vez de que el lenguaje fuera determinado e inspirado por la realidad, la realidad era determinada, constituida y secretada por éste. Así pues, la idea de un pensamiento único, necesario y universal, sería rechazada. Fue el momento en que se opusieron el reconocimiento de alguna originaria trascendencia y la denuncia de cualquier trascendencia como ilusión. No hay más que productos y el hombre es el único productor, su conciencia es el producto de sus productos.
* Situación del arte. En estos años se agotaba la discrepancia entre el arte que buscaba ser comprometido y el que sólo quería gustar. Al arte comprometido le correspondía una finalidad que lo sobrepasaba; el arte revolucionario, la literatura comprometida y el realismo socialista, le confiaban la tarea histórica de despertar la conciencia de clase del proletariado al denunciar las contradicciones y desgarramientos de la sociedad. Había un sentido escatológico de la cultura.
Existían tres tipos de ficciones novelescas: uno, social y psicológico, que describía las relaciones que componen las vidas incluso más sencillas; otro, trasponía la misma vida del autor en forma novelesca; el tercero, negaba toda tesis o enseñanza, sólo describía con soltura y humor las aventuras de sus héroes que pasaban la existencia sin esperanza ni desesperación, sin buscar ningún sentido, sólo atentos a acoger con gracia la extrañeza de cada instante. Se experimentaba, pues, que el absurdo también tiene ética. La trascendencia de Dios fue sustituida por un esteticismo moral. En literatura se abría paso a la estética de la inmediatez. En las artes plásticas había acabado de consumarse la independencia de toda obra con respecto a la imitación de cualquier objeto. La nueva pintura podía competir con la música: cuanto menos tenía referente o significado, más pensaba tener sentido.
* Resultados espirituales. En el campo intelectual aún se poseía un espíritu de abnegación y entrega: eran los últimos tiempos en que los profesores decían que daban sus lecciones, o los médicos que otorgaban sus consultas. Quienes se dedicaban a la política lo hacían más por vocación o convicción que por construir una carrera. La honestidad era virtud cívica generalmente compartida. Cada cual sentía cómo lo que constituía el sentido y la dignidad de su vida, valía más que su vida. Puesto que el honor expresaba el reconocimiento de uno por los demás, postulaba el reconocimiento de los mismos valores por casi todos; en este caso, el de la supereminencia del servicio, que era el sentido más elemental de la existencia.
Pero ya se experimentaba y manifestaba, tanto en novelas como en cuadros, el sentimiento de una soledad insuperable y el carácter ilusorio de toda trascendencia, es decir, de todo sentido.

Situación cultural a fines del siglo XX

* Cambios sociológicos. La mayoría de la población se ha vuelto urbana. Con el crecimiento de las ciudades, la vida en ellas es más anónima, nadie percibe sobre sí la vigilancia o el juicio de nadie. Uno ya no se siente amenazado por catástrofes naturales, sino por turbulencias sociales: crisis financieras, económicas, disturbios, inmigraciones incontroladas, delincuencia, etcétera. El carácter excepcional de la inestabilidad se sustituyó por el sentimiento de una inestabilidad e imprevisibilidad generalizadas.
Ahora, nadie se siente arraigado a una tierra ni tampoco a una familia. Por una sarcástica paradoja cultural, la sociedad ha venido a ser tanto más atomizada como más hacinada; y, siendo todos cada vez más parecidos, casi nadie siente tener semejantes.
La noción de clase social ha perdido validez; no existen modelos sociales, toda carrera profesional o destino individual son ahora experimentados como aleatorios. Intentar hacer una carrera parece el curso normal y aburrido de la vida. Al haberse perdido el sentido de cualquier vocación o tarea libremente elegida, se anuncia una revolución cultural: soy lo que soy visto. Quien no se ve, no es.
Se presentan tres paradojas: mientras las obras más sencillas y mecánicas son cumplidas por máquinas, nunca los diversos quehaceres exigieron tan escasa originalidad o invención; no hay quien se sienta o sea considerado como insustituible. En esta sociedad acogedora a todas las diferencias, sin modelos, normas ni reglas, nunca el hombre ha sido tan previsible: las personas raras o extravagantes casi desaparecieron. En donde nadie se siente existir sin ser visto, el valor más compartido, de manera inconsciente, es el no diferenciarse (la forma más reciente de esta conformidad indiferenciada es el tema norteamericano del politically correct). Esta sociedad tan anticonformista que rehusó toda norma es, sin embargo, la más conformista.
Ahora bien, si el talento, capacidad, entrega, carácter, en adelante no califican, ¿cómo va uno a distinguirse? La sociedad en la cual estamos entrando procura dos respuestas: puesto que no nos distinguimos por nosotros mismos, sólo somos distinguidos por los otros, la sociedad es ahora constituida por grupos y son éstos los que eligen en ellos a sus miembros. Y, como nada determina esta elección no hay norma, regla o principios, todo es siempre aleatorio. Gustar, agradar, placer y complacer son los nuevos méritos.
A consecuencia, la república no es más que una palabra. No hay una sociedad, sino miles de pequeños grupos oligárquicos. Una observación macrosociológica pone de manifiesto una tendencia general hacia más unidad y homogeneidad, e incluso, más uniformidad. Pero una observación microsociológica pone de manifiesto una tendencia a un estallido tribal, a la heterogeneidad, la rotura y la secesión.
* El rostro intelectual. Cuatro son las consecuencias del desvanecimiento de toda trascendencia:
1) En todos los campos del pensamiento y del sentimiento se perdió el sentido de la verdad, o, más bien, se ha venido a confundir la verdad y la verosimilitud. Son los mismos caracteres de un sistema, idioma, teoría o juego que ahora son atribuidos a la verdad: la eficacia (limitada, especializada, circunstancial), la coherencia (interna, local, particular), la funcionalidad y la falseabilidad.
2) Se ha negado la noción de sujeto; lo que se sigue llamando sujeto o conciencia no es origen sino resultado, no es fuente indeterminable e inobservable de toda libertad, sino encrucijada de determinaciones más o menos opuestas entre ellas. Un positivismo ingenuo expresa esta tendencia general a reducir toda realidad a un objeto y toda verdad a una explicación científica. La negatividad, el deseo y la voluntad son tan desconocidos que nadie intenta dilucidar ni entenderlos; sólo se intenta describir y explicar los objetos deseados o las metas proseguidas.
3) Ha venido el tiempo de las ciencias humanas. Este momento es el del hombre; pero de la herencia kantiana sólo han guardado la analítica de la razón pura y, al echar la lógica de la razón y sus exigencias, se despidieron también de la moralidad, la esperanza, el ideal del bien soberano, la comprensión del sentido de la existencia, y toda escatología. Los únicos que se atreven a proponer amplias síntesis, son los científicos; es la consecuencia natural de esta lógica (atrofiada) de los fenómenos. La física cuántica parece bastar para explicar todo.
4) No queda nada ahora que no parezca depender del hombre. El pensamiento conduce todas las experiencias, pero no hay experiencia del pensamiento. No es la verdad y el deber quienes se le imponen, sino él que amaña sus verdades y discute sus deberes. Es el espíritu el que ordena y regula toda presencia, pero es la ausencia del absoluto la que ordena y arregla el espíritu. Al empezar el tercer milenio, las civilizaciones adelantadas sólo se acordaron de la primera mitad de esta lección, y rechazaron la segunda. Si todo depende del hombre, los males que sufrimos no pueden resultar más que de voluntades flojas o malas voluntades. Y así es como esta civilización supremamente positivista y tecnicista desarrolla una mentalidad casi animista, atribuyendo sus infelicidades a unas voluntades perjudicadoras.
Al haber rechazado todo estatuto metafísico de la verdad y considerado que todo pensamiento es de tipo técnico, era necesario que desapareciera el modo de pensar reflexivo constitutivo de la filosofía, y, a consecuencia, que la encuesta, la indagación o la erudición, sustituyan al análisis. Así es como unos investigadores pueden saber muchísimas cosas sin entender ninguna, especialistas técnicos de un tema.
El carácter pragmático de los estudios y la especialización técnica de los saberes tiene por resultado la uniformidad de la cultura contemporánea, que otros podrían denominar como carácter democrático: los mismos programas de las mismas pantallas.
* Difusión de la televisión. La televisión operó la unificación de la humanidad por la universalización de algún tipo de cultura: la televisiva; lo que no habían alcanzado el libro y la escuela. Todo se ve ahora de la misma manera, en el mismo flujo de las imágenes, sin que nadie pueda ser más concernido o comprometido en un momento que en otro. Esto acarrea cuatro consecuencias:
1) Haber hecho equívoco el estatuto de la realidad. La misma lógica de la modalidad viene a ser en adelante desviada, engañada. Esto se desarrollará más en el próximo cuarto de siglo porque compromete fundamentalmente la relación de la conciencia con el mundo. Se trata de distinguir entre lo real y lo irreal, lo verdadero y lo falso, el velar y el soñar, percibir e imaginar.
2) Existe un nuevo tipo de credulidad suscitada por la televisión: al verla, se cree espontáneamente que el aparato no hace más que acercar la imagen de cosas que sólo la distancia hacía imperceptibles. Pensamos que lo que vemos en ella no son unos testimonios siempre parciales y dudosos que tenemos que juzgar, sino la inmediatez de la misma existencia que no podemos más que observar y constatar. No sólo creemos estar muy bien informados cuando somos desinformados, sino que creemos además conocer perfectamente lo que nunca entendimos.
3) Podríamos denominarla un cosmopolitismo cultural. Se acaba considerando la humanidad, su historia y su destino, de la misma manera que los entomólogos estudian las costumbres tan interesantes, tan asombrosas, y sin embargo tan diversas, de las diferentes especies de insectos. Pero cuando todo asombra, nada extraña. No hay entonces certidumbre que no parezca una creencia. Puesto que cualquier creencia tiene sus creyentes y no hay nada tan raro para unos que no sea cierto para otros, al mismo tiempo que todo dogmatismo parece un fanatismo o una ingenuidad, se difunde un relativismo generalizado. Incluso en el ámbito del pensamiento, de las teorías, la lógica y la verdad, esta cultura nos hace tomar la posición de un etnólogo: constatamos, describimos, nos prohibimos extrañarnos, y no juzgamos. Esta nueva cultura sólo admite juicios de existencia, “es así”; y no permite juicios de valor, “esto debe o no debe ser”. Quien no tiene ninguna fe y ninguna certeza no se hace tolerante por admitir las otras: es indiferente. Por eso, no es la tolerancia lo que difunde la cultura actual, sino la indiferencia.
4) De ahí, que la cultura televisiva aniquile o atrofie tanto el sentido de lo admirable como de lo escandaloso. Nos hace experimentar todas las cosas de la misma manera. En esta cultura de la nivelación, todas las diferencias son acogidas pero sólo como diversos modos de lo indiferenciado.
Al rehusar el orden, gusto, razón, sentido, oficio, por todas partes se propagó un dadaísmo generalizado. Pero, al haberse generalizado, es sólo un nihilismo.
* Destino del arte. El rasgo común de todas estas manifestaciones es la inmediatez. No se busca el cumplimiento de una obra ni el desarrollo de una composición organizada, sino la fulgurante intensidad de un trance; el rasgo sugestivo o patético de una palabra, una imagen, un gesto. El tiempo como continuidad de una duración, se ha sustituido por la experiencia de un tiempo hecho de discontinuidades. La dispersión de nuestras voluntades, afectos, esfuerzos y metas, se asume como una perpetua disponibilidad al asombro imprevisible de cualquier encuentro. Ahora se busca experimentar en una sola vida la diversidad de todas las vidas posibles. A ningún compromiso religioso, político o amoroso, se le reconoce vigencia absoluta. En los últimos años, el realismo histórico rechazó los diversos idealismos políticos con obstinación. El espíritu de abnegación y entrega parece resumirse en la dedicación a tareas de solidaridad hacia las poblaciones más pobres, los refugiados, los enfermos de SIDA, etcétera; pero, al perderse el sentido de trascendencia, se pierde también el sentido de la santificación personal, la mística del servicio y del trabajo, es decir, la alegría humilde y laboriosa de la mediación. Al no saber en quién o en qué creer, nadie sabe a quién o a qué servir. Es la vacilación de la fe.

Tendencias culturales del próximo siglo

* Situación sociológica. El crecimiento de las ciudades puede acabar, excepto por la inmigración, pero no así el movimiento de disgregación y atomización social. El vínculo social tiende a hacerse más débil y flojo. El tiempo de trabajo se hará más breve, se desarrollarán las tareas fragmentadas, los puestos intermitentes a medio tiempo. Con la difusión hiperbólica de la televisión y de las terminales se difundirá el tele-trabajo. Esta situación podrá procurar un sentimiento de libertad, pero, al mismo tiempo, de aislamiento y soledad. Incluso estudiando o trabajando, no sabremos con quién o para quién. La sociedad se hará siempre más abstracta.
El totalitarismo de los medios televisivos tendrá varias consecuencias: No habrá nada, antes tan excepcional, que no parezca en adelante banal. Cada cual se relacionará únicamente con el canal específico que corresponde a su afición; habrá casi tantas humanidades cuantos canales televisivos. Sólo buscarán la cultura quienes ya la habrán encontrado, pero será una misma cultura internacional, con los mismos ritmos e ídolos la que se difundirá por todas partes y, como su difusión dependerá de medios técnicos únicamente mercantiles, ésta también será únicamente mercantil; no será el valor lo que origine el éxito, sino el éxito comercial lo que fije el valor. Una oligarquía político-financiera determinará, no lo que será la cultura, sino qué personas serán hechas famosas, durante un tiempo, por esta cultura.
Ser visto será la única manera de relacionarse con los otros y de tener una realidad social; quienes más a menudo aparecerán en las pantallas tendrán un especial atractivo que les proporcionará una supereminencia social.
Por eso se puede prever, a muy corto plazo, el hundimiento de los antiguos papeles sociales, y un profundo trastorno de los puntos de referencia y de la jerarquía sociales.
Donde casi todo resultará de una racionalidad tecnológica y mercantil, va a desarrollarse, por el contrario, una mentalidad irracional y casi mágica. Al no haber ninguna correlación entre ciencia, mérito y éxito, lo humano será experimentado como algo imprevisible, indeterminable, y completamente aleatorio.
Nuestra humanidad estará a punto de perder, incluso, el sentimiento de su propia realidad. Cuando había un ser supremo que me veía y por quién yo sería juzgado en verdad, podía superar el desprecio, la indiferencia o la injusticia: eran tan vanas y accidentales como transitorias. Pero sin juez supremo, no soy más que lo que aparezco. Esta nueva cultura hará experimentar nuestra misma existencia como dudosa, incierta y problemática.
Pero está claro que esto no ocurrirá sin que suscite resistencia, rechazo y, quizá, la secesión de unas comunidades refractarias.
* Cambios intelectuales. El sentido de los valores también resultará relativo: a un grupo cultural, profesional, étnico o de edad; no hay nada que valga por sí y se imponga a todos los hombres sólo porque son hombres. En el campo teórico, al igual que una verdad científica no es más que una hipótesis confirmada por su éxito experimental, es también su fama la que hace el éxito de cualquier teoría, y es su difusión en el público lo que hace su fama. La única fuerza será la publicidad.
Pero, si la venta de cualquier cosa será la que determine su valor, y la publicidad quien la haga vender, sin embargo, la publicidad no bastará. Lo único previsible es que no hay nada previsible. Sin criterio del éxito, sólo al lanzar una obra al público, se puede saber lo que vale; la única cosa mala es, pues, la que no se compra. A consecuencia, no es la culpa la que hace el fracaso, sino el fracaso el que hace la culpa. Con esto, los fundamentos de todo sentido ético serán destrozados; lo que siempre se impondrá será la fuerza insidiosa, subrepticia e irresistible de los sondeos, el consumo, la opinión y la costumbre.
En el campo de la investigación, gracias a la multiplicidad de canales informativos y terminales que permitirán interrogar innumerables bases de datos, el tiempo que no se pierda en la búsqueda de la información, se ganará para las tareas creadoras (reflexión, comprensión, organización, invención).
* Consecuencias de esta nueva manera de cultivarse:
1) El fin de los ratones de biblioteca.
2) Al mismo tiempo que la estética estruendosa de la cultura pop invadirá todo, se desarrollará una estética aristocrática de la pureza y la austeridad.
3) El saber no será algo que tengamos que asimilar, sino una masa de indicaciones exteriores que sólo podremos utilizar en el momento oportuno. Aunque podamos ser siempre más cultos, sin embargo, seremos menos cultivados.
4) El flujo de imágenes de esta nueva cultura, esencialmente visual, no dejará sitio para lo imaginario, pues imaginamos tanto más, cuanto menos percibimos. Esto ocasionará que, al no forjar ilusiones, no estemos desilusionados y desesperados, pero que tampoco tengamos ilusión y esperanza por nada: será el tedio.
5) No podemos pensar que la multiplicidad de los medios informativos proporcionará más iniciativa al libre albedrío de cada cual, pues en la mayoría de las ocasiones dicha información será ya programada, no se sabe cómo ni por quién. La cultura general será una generalización del periodismo; los periodistas desempeñarán el magisterio de la cultura.
6) Con toda verosimilitud, las “imágenes virtuales” invadirán el ámbito cultural. Manipulando los datos semiológicos de un logicial y jugando con ellos, cada cual podrá procurarse la ilusión de cualquier realidad. Nuestra intimidad inmediata con unos objetos (estas imágenes) nos harán perder toda intimidad siempre mediata con las personas. Nada nos parecerá tan extraño, inerte, aburrido y frío, como la realidad.
Al perderse el sentido de la espera y de la mediación, estarán a punto de perderse también el sentido de la alegría del trabajo, de la distancia, de la alteridad, del respeto, del amor y de la entrega.
Por eso, me parece, que nos encontramos ante dos alternativas:
* Asistir al surgimiento de una nueva especie; al no adaptarnos a este nuevo ambiente, somos nosotros quienes desapareceremos. Este presentimiento podría quizá explicar el asombroso proceso de disminución de la natalidad que viven algunos países: al haber sospechado que sus hijos no serán exactamente sus semejantes, la gente ha acabado de reproducirse; como si se espantara secretamente de que su reproducción biológica no será, a la vez, su perpetuación espiritual.
* bien, resistir estas tendencias y aprovechar otra vez estas nuevas técnicas para una nueva cultura, aun más espiritual y creadora. Se trata de saber si nos haremos capaces de cultivar es decir, salvar la sapientia para salvar la humanidad. Para comulgar con la humanidad entera y arraigarse en la historia más inmemorial que es la del espíritu, basta con estar cada uno siempre más atento a su interioridad.
Las formas culturales contemporáneas tienden a distraer al hombre de sí mismo: es la cultura de lo asombroso, del ruido, la decoración y la distracción. Una experiencia tan sencilla, tan universalmente compartida como conmovedora, tendría que llamarnos más la atención; observemos a un grupo de gente anónima que se reúne para escuchar un cuarteto de Schubert, les basta con haber vivido interiormente, juntos, ese largo llanto, para sentir que forman un grupo más unido y denso que cualquier otro. Sin haberse comunicado entre ellos, se sienten fraternalmente unidos por haber comulgado en esta experiencia de una misma desesperación y de una misma esperanza, que los apologistas de los siglos XVII y XVIII llamaban la inquietud. La única cultura que cultiva su humanidad en cada hombre, no es la que apaga, sino la que exalta la originaria inquietud. Ésa que nos hace sentir y recuerda que todos somos llamados, aunque no todos sepamos quién nos llama y qué nos pide.
Por eso, cuanto más poseemos poder técnico, más debemos cultivarnos. Cuanto más la técnica nos libera de las necesidades y de las preocupaciones que siempre nos distraen de nosotros mismos, más podemos estar atentos al sentido de esta inquietud que nos constituye. Además, nos libera de una ilusión: nos hace experimentar que, al habernos hecho dueños y poseedores de la naturaleza, la técnica nos hizo menos infelices sin hacernos más felices. Así, nos cultiva al enseñarnos que existe una insuperable decepción que consiste en buscar en el mundo lo que no pertenece a este mundo. Si cualquier objeto que venimos a poseer nunca es el que habíamos buscado, es porque el objeto de esta búsqueda interior nunca fue un objeto. Por su asombroso desarrollo técnico, el siglo XXI nos quitará una coartada: habrá puesto de manifiesto que el papel de la cultura es hacernos buscar, no lo que podemos poseer, sino lo que nos posee.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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