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La virtud humanizadora de la experiencia artística

Hay actualmente una fuerte tendencia a encuadrar el contacto con el arte en el ámbito del llamado “tiempo libre”, lo cual, sin ser falso, ciertamente puede ser reductivo. Para determinar lo que entendemos por arte, lo mismo que para acotar el sentido de la expresión “tiempo libre”, es decisiva la propia concepción de lo que es el hombre. Me parece posible obtener una luz sobre este tema a través de la consideración del arte como experiencia privilegiada de la unidad de la persona.
Me referiré de modo particular a la música, aunque estas reflexiones son sustancialmente válidas para todas las artes. Por otra parte, no pienso en el artista profesional, sujeto a las mismas limitaciones que el resto de los mortales, si bien es verdad que en el artista el descubrimiento de esa unidad suele ser una experiencia intensa como pocas pueden serlo.

LOS SIGNOS SON PUROS SIGNOS

Con más frecuencia que otras artes, la música nos hace preguntarnos qué quiere decir “entender” una obra. Es bastante fácil decir ante un cuadro: “Mira, una señora vestida de largo en la playa”. Eso no significa necesariamente haber entendido, pero es más difícil tener una reacción equivalente con una obra musical. Aunque alguna vez oiremos, sí, el canto de un pájaro, o el fragor de una tempestad, o el corazón de un moribundo, se trata de casos excepcionales.
Una tentación muy actual, aunque afortunadamente ya no tan avasalladora como lo fue hace algunos lustros el movimiento del 68 y sus secuelas, es la de declarar sistemáticamente la insignificancia de las formas. “Lo que cuenta es la sustancia, no la apariencia”; “¿por qué te fijas en su aspecto?”; “lo importante es cómo trabaja”. Justificabilísimas en ciertos contextos, estas afirmaciones revelan una forzada reducción de valores. ¿Quién aceptaría en un banquete la explicación del capitán que le dijera: “Es verdad, este filete sabe a rayos, pero su valor alimenticio no le pide nada a lo que se sirve en los restaurantes más exclusivos de París”? La situación es tan ridícula que enseguida nos sentimos muy ajenos a ella. Sin embargo, nada le piden en cuanto a desequilibrio entre forma y contenido otras situaciones que nos resultan más difíciles de desenmarañar.
Pensemos en la opinión que nos merece quien sentencia: “Mi hijo tiene necesidad de cariño, no de besos”. Puede tratarse de una protesta dirigida a la tía besucona que luego se desentiende del muchacho o lo consiente de un modo poco educativo. Muy distinta suena la frase si la pronuncia el padre que está siempre ausente o no sabe ser afectuoso con sus hijos. En ambos casos conviene aclarar que no hay que concebir el afecto y sus manifestaciones como dos realidades separables: las “manifestaciones” forman parte de la realidad misma del afecto. La no identidad del afecto con ninguna de sus manifestaciones no implica la posibilidad de un afecto que prescinda de toda manifestación.
La tendencia a minusvalorar la manifestación es un efecto secundario de nuestro instintivo y justísimo rechazo de la pura apariencia. Pocos trances de la vida son tan amargos como los desengaños en los lazos personales: “Lo creía mi mejor amigo, y sólo buscaba un contacto profesional”; “Resultó que no era yo la única, ¡y vieras qué bonitas cosas decía sobre nuestros corazones, dizque inseparables y…!”. Sin embargo, la posibilidad de que un beso sea el signo de una traición, lejos de destruir la idea de signo, la confirma. Prueba de ello es la repugnancia que nos provoca semejante beso.
Puede ser muy sano contrariar alguna vez el significado de un gesto para subrayar su convencionalidad; lo ordinario es respetarlo para vivir con humanidad. Personalidades como Satie, Bréton, Duchamp, Cage, Dalí, contribuyen sin duda a la riqueza cultural de la humanidad por diversos títulos, pero una Ciudad de México poblada por dieciocho millones de Dalíes… ¿estallaría?, ¿o más bien caería toda ella en la miseria de la más miserable de sus colonias? Quizá simplemente todos ellos, menos tres o cuatro, terminarían renunciando a los gestos excéntricos para volver a una vida más convencional. Nadie es excéntrico si no hay un centro.
Los signos son parte de la vida. Una comunicación “pura” es una pura abstracción. En el último escrito publicado antes de su muerte, Popper fustigaba a los fautores de una pretendida “pura información”, que se distinguiría de la acción educativa en que sólo transmitiría hechos. El hecho puro, replicaba Popper, no existe. A veces, cuando transmitimos un dato y queremos precisar que no estamos pidiendo, ni invitando, ni animando, aclaramos que “es sólo información”. Y resulta muy práctico: “Mañana hay una conferencia…”, “Me acabo de enterar de un disco….”, “¿Ya viste a cómo está el kilo de tomate…?”. Pero el ámbito de aplicabilidad de esta conducta es sumamente reducido, y tanto menos válido cuanto más valioso sea el tema. No es imaginable que un hombre diga a una mujer: “Te amo, pero es sólo información”. No, ese hombre no habrá dormido cuando se decidió a informar, y tampoco en la víspera del encuentro; y esa mujer no habrá dormido la noche siguiente, de pura emoción o de puro coraje, pero no se habrá limitado a archivar el “dato”.
¿FONDO O FORMA?

No nos hemos alejado de la música. Ahora el terreno está preparado, porque estamos subrayando el aspecto vital del significado, evitando el racionalismo de buscar siempre un contenido, un mensaje enunciable: aquello significa esto. Quien busca siempre una explicación de este tipo nunca consigue dar cuenta pero, ¿es que hay que dar cuenta? de la fascinación que la música llega a ejercer sobre nosotros.
Igor Stravinsky, figura notable no sólo como compositor sino también por sus reflexiones sobre la música y por lo completo de su entera personalidad, afirmó en una ocasión: “Yo considero la música, por su misma naturaleza, incapaz de ‘expresar’ nada; un sentimiento, una actitud, un estado psicológico, un fenómeno natural”. Esta declaración sorprende en cuanto se piensa en las obras de Stravinsky y en sus títulos. Es evidente que buena parte de su música alude a personas, objetos o situaciones reconocibles: una feria, un muñeco, un acceso de cólera. Pero la esencia de la música no es eso, como tampoco la de la pintura estaba en reconocer a la señora de largo en la playa. Por eso Stravinsky precisó más tarde que aquella declaración no era más que un modo de decir que la música “va más allá de los significados y descripciones verbales; iba dirigida al concepto de que una pieza musical es en realidad una idea trascendental ‘expresada en términos musicales'”.
No, la música no puede ser eso, como tampoco una metáfora se limita a ser la ornamentación de algo que se puede decir “en cristiano”. Volviendo al ejemplo del beso, sería como preguntarnos por su significado y transcribirlo sobre el papel para luego decirlo o entregarlo escrito en lugar del beso. Salvo algunas excepciones (por ejemplo, si la madre de un amigo mío le manda por mi conducto “muchos besos”), la reacción más frecuente será seguir esperando el beso. No se trata, pues, de negar la significación en general sino sólo una versión ingenua de significación que pretende desentrañar el sentido de una obra de una persona, de un gesto hasta la explicitación total. Y eso no se llama desentrañar sino despanzurrar. Stravinsky suscribiría sin duda la posición de George Steiner, aunque la formulación sea contrastante: “La música significa. Rebosa de significados que no se traducirán en estructuras lógicas o en expresión verbal. En la música la forma es contenido, forma contenida”.
En todas las artes hay una tensión hacia la identidad de forma y contenido. Es lo que caracteriza la poesía frente a la prosa. La aproximación mayor, dice Steiner, se da en la música. Si en todas las artes la búsqueda de un correlato real (el “¿qué quiere decir?”) es índice de acceso deficiente a la obra, en música puede a veces revelar una bastez supina. Más importante dice Stravinsky es el hecho de que la composición es algo completamente nuevo más allá de lo que llamaríamos los sentimientos del compositor”. Una ayuda en el acceso a la música debería consistir en “enseñarnos a aprender y a amar la nueva realidad; una nueva composición ‘es’ una nueva realidad”.
La identidad de forma y contenido es un reflejo de la unidad de la persona. Los cristianos antiguos y medievales solían presentar el fenómeno musical de un modo un tanto problemático porque su experiencia personal de la música y la justificación teórica de la misma eran contrastantes. Ya lo señaló Octavio Paz en La llama doble a propósito de la unidad alma-cuerpo: cuando los padres de la Iglesia valoran negativamente la sexualidad, no es porque sean cristianos, sino porque son platónicos.
Pocas personalidades hay tan emblemáticas en este sentido como San Agustín. Tan grande humanidad, tan fina sensibilidad la vemos sufrir en los pasajes en que tiene que abordar racionalmente estos temas con una forma mentis para la que lo material y lo sensible son siempre un lastre del espíritu. Afortunadamente, vemos siempre prevalecer la experiencia personal. En las Confesiones habla de las lágrimas que derramó en la catedral de Milán, antes de su conversión, al oír los cánticos de una ceremonia. Más adelante, empero, manifiesta preocupación ante la fuerza que la música ejerce sobre sus sentidos y declara que a veces piensa que debería prohibir el canto en las ceremonias de culto, cosa que, sin embargo, no ha hecho nunca y piensa que no hará jamás.
San Agustín refiere ahí la decisión de un obispo del norte de África que “hacía recitar al lector los salmos con una entonación tan leve que parecía más cercana a la declamación que al canto”. Con todo, no se debe concluir que el cristianismo antiguo se orientara hacia el predominio del texto y la exclusión de la melodía. Al contrario; es específicamente cristiano (aunque no sea “hablar en cristiano”) el llamado iubilus, el canto sin palabras con que solían terminar algunas aclamaciones. Y es el mismo San Agustín el que aclara su sentido: “es entender que no se puede explicar con palabras lo que se canta con el corazón. Los que cantan, ya sea en la siega o en la vendimia, ya estén ocupados con ardor en alguna otra actividad, cuando comienzan a alborozarse de gozo con las palabras de los cantos, estando como colmados de tanta alegría que ya no pueden expresarla con palabras, se comen las sílabas de las palabras abandonándose a la melodía del regocijo. El regocijo (iubilus) es una cierta melodía que significa que el corazón da a luz lo que se no puede decir. ¿Y a quién conviene este regocijo si no al Dios inefable? En efecto, inefable es lo que no puede ser dicho: y si no puedes decirlo, pero tampoco puedes callarlo, no te queda más que regocijarte, para que el corazón se abra a un gozo sin palabras y la alegría se dilate inmensamente, más allá de los límites de las sílabas”.
Se nos ofrece un criterio muy claro: lo que no se puede decir, pero tampoco callar. Es ésta una experiencia avalada por muchos artistas: “Si yo hubiera podido decirlo con palabras quizá no habría pintado un cuadro”. Y, a veces, al ver ciertas expectativas ante el arte, dan ganas de sugerir: “Lo que busca usted es una novela, no una sinfonía”; “Mejor léete un tratado de sociología, no una novela”. Esa enunciación del mensaje de un cuarteto, esa explicación del significado de un cuadro, esa aclaración de lo que quiere decir un poema, son peticiones que revelan un racionalismo del que adolecen personas convencidas tal vez con cierta razón de no tener nada que ver con ninguna de las corrientes de pensamiento tradicionalmente llamadas racionalistas.
Aquí volvemos a la alusión inicial al “tiempo libre”. Dentro de este esquema racionalista y que conste que también hay racionalismos tomistas, el lujo de encomendar a una sonata lo que se podría decir hablando “en cristiano” pertenece al tiempo que queda libre después de haber acabado los propios deberes, a ese tiempo que la debilidad humana exige para reparar las fuerzas y volver a ocuparse de las cosas serias. Parece como si se razonara así: “Si de todos modos hay que descansar, hagámoslo con dignidad”. Lo cual me recuerda ciertas cortesías: “¿No quieres más pastel? Es que si no te lo comes tú se lo vamos a echar a los puercos. Gracias”.

UNA EXPERIENCIA HUMANA Y HUMANIZADORA

Hace algunos años le preguntaban a Vaclav Havel si sus ocupaciones como presidente y como hombre de cultura le dejaban tiempo para el amor. La respuesta, evidentemente, fue un “claro que me dejan”, pero la pregunta presenta el amor como algo que se añade a una actividad ya de suyo humana. Lo presenta, además, como otra actividad, que requiere otro tiempo contabilizable en la agenda: tanto tiempo para trabajar, tanto para transportes, tanto para amar… Como si el amor, aun exigiendo algunos momentos estelares, no fuera ante todo la transfiguración de cada acto de la persona.
Con un índice ligeramente inferior de capilaridad, el arte se comporta de manera semejante. Y lo malentendemos de manera semejante. Si el arte es un accesorio no incluido en los modelos austeros de hombre, estamos de nuevo ante la misma concepción de la vida que revela la pregunta a Havel. De suyo, la asociación entre tiempo libre y arte está lejos de ir errada, sólo que hay que darle mayor dignidad a esa libertad. Si ese tiempo no es libre por ser “remanente” sino por ser el de la vida plena del espíritu, entonces estaremos cerca de decir, con George Steiner, que “el tiempo que la música ‘toma’ y que da cuando la ejecutamos o experimentamos es el único tiempo libre que se nos concede antes de la muerte”.
¿Un antídoto contra el racionalismo? Cultivar la pasión por algún arte. Es experiencia de la mayor parte de nosotros sobre todo hombres, pero también mujeres que hubo un tiempo en que las historias de amor nos resultaban aburridas o incluso insoportables. Después, esa cosa chocante que producía escalofríos empieza a producir bien diversos escalofríos y se convierte en algo sin lo que no podemos imaginar nuestras propias vidas. Quien consigue observar en sí mismo cómo algo repelente se transforma en pasión, más fácilmente aceptará la posibilidad de que algún ámbito de la vida, que ahora considera inexistente, se abra un día ante sus ojos.
La música y cualquier arte comparte con el amor esta virtud. Bien puede alguien oír todas las notas de un piano y luego declarar que esas notas, más todas sus posibles conmutaciones y permutaciones, constituyen la totalidad del patrimonio pianístico mundial, que comprende obras de belleza sublime. Pero el día en que su espíritu se sienta sacudido por la belleza de una sonata concreta, aquella declaración aparecerá como una fórmula fría.
Un poema de Pedro Salinas ve en la terquedad del dolor la señal de que su motivo es real:
No quiero que te vayas,
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue.
(…)
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
Paradójicamente, ese ineliminable más allá nos conforta. De igual modo, es de agradecer que la obra de arte no se deje nunca explicitar totalmente: es una garantía de realidad. Es de agradecer que una mujer enamorada, pasados más de cuarenta años de matrimonio, pueda decir que su marido “es un hombre interesante”. Sentir que de una obra se nos escapa siempre algo es experimentar su realidad, y la realidad nuestra y la de nuestra naturaleza: que existe la belleza y que hay sin duda realidades cuya existencia no vamos ni a sospechar hasta el momento mismo en que se nos revelen.
En la vida de un hombre, una experiencia como ésta significa un incremento de humanidad, pues se asume la dimensión de misterio que es propia del espíritu y se alcanza una mayor integración de las propias virtualidades y, por ende, una mayor unidad. Es revivir lo que ya se enseñaba en las escuelas del México prehispánico: que es propio del artista humanizar el querer de la gente. Por eso bien podemos formularnos, para terminar, la misma pregunta de Steiner: “Sin las verdades de la música, ¿cuál sería nuestro déficit de espíritu al caer el día?”.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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