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Arte: misterio y encuentro

¿La presencia del arte en la educación de una persona es necesaria, o conveniente, como una entre tantas distracciones dominicales que nos ayudan a volver con renovados esfuerzos a la Educación con mayúscula? Proponer al arte como un elemento de la educación y no como su complemento, ¿acaso no nos desvía de los requerimientos más urgentes de la labor educativa?
Lamentando que nuestros lectores no puedan escuchar de viva voz las palabras de este filósofo (la modulación, digamos, de sus argumentos), los invitamos a valorar por su cuenta la trascendencia o intrascendencia de involucrar más decididamente al arte en la educación.

REVELACIÓN DE LIBERTAD

A veces pensamos que quien carece de educación artística se priva de un poco de cultura en el sentido banal del término, de algo superfluo, apropiado para el “tiempo libre” pero de ningún modo indispensable. ¿Cree usted que quien no entra en contacto con el arte se pierde algo más importante que esto?
Pienso que al no tener educación artística, experiencia estética, la persona pierde su niñez. Sí, porque en la niñez no estamos todavía acostumbrados a pensar que ese mundo que vemos sea el nuestro, y que no haya otro posible. Al vivir sin educación artística, el hombre torna a pensar de modo puramente mercantil, groseramente empírico que no puede haber otro mundo que éste.
Así es como traicionamos nuestra verdadera condición metafísica; nos hacemos hogareños, cuando nuestro carácter metafísico auténtico es de viajeros: homo viator. No somos más que el viandante, el pasajero.
Por otra parte, quien no tiene experiencia estética sólo posee los sentimientos más acostumbrados, más usuales, más triviales de su colonia. Le parece raro, extraño o ridículo que los demás vivan de otra manera, y por eso pierde el sentido de la fraternidad. Su imaginación se marchita, se mantiene alejada, al menos, de la pregunta principal que suscita el arte: ¿Cuál es el sentido de este mundo que la obra de arte nos anuncia de manera tan abreviada?
El arte es una verdadera educación, experimentación sensible o revelación de nuestra libertad, pues nos hace sentir que no estamos hechos a la medida de la naturaleza. O más bien, que había en nuestra vida más tejido del que fue necesario para cortar nuestro destino. Frente al arte, por ello, uno experimenta siempre una estrechez.
El arte nos lleva a un mundo más grande que nuestro destino y en eso consiste su valor educativo. Es una iniciación a la vida sobrenatural: hace de cada uno un metafísico que antes se desconocía.
Pero ¿cómo se transporta ese mundo desconocido hasta la sensibilidad o hasta el alma del espectador? ¿En qué sentido transforma el arte a quien lo contempla, supuesto que la educación es cierta transformación, cierto avance interior hacia lo más noble de su propia humanidad?
Algunos, para comenzar una jornada con valentía o prepararse para algo difícil, escuchan sonatas o cuartetos de Beethoven. Y a pesar de que Beethoven no es un preceptor, tiene una autoridad que levanta el alma, la alegra y le comunica más valentía, más fuerza.
Eso es posible, claro está, porque hemos interiorizado algo que venía de la misma obra de arte. De modo que los ritmos, los movimientos, las distintas voces, son mimetizados interiormente al mismo tiempo que la llamada, la vocación, la libertad, la audacia. Cambiamos interiormente por esa mimetización. Gracias a ella salimos como otra persona para aplicar a la vida las virtudes que hemos experimentado al escuchar la obra.
En este sentido, la obra artística sí que tiene una función pedagógica. Es educadora pues la esencia de la experiencia estética es ser mimetización interior del movimiento, del ritmo, es decir, de los sentimientos que se plasman en la creación. Pero, si no hay movimiento, ni voces, ni atriles; si no hay armonía en la música, si no hay una línea en el dibujo, si no hay valores en los colores, un sentido estético de la yuxtaposición, lo que ocurre es que no puede haber mimetización. O más bien ocurre que, tal como hay una función educadora y ética en el arte, de la misma manera el caos nos hace mimetizar el caos, lo feo nos provoca lo feo. Nos destruye interiormente y nos coloca frente a un mundo que se encuentra ante la imposibilidad de nacer.
Me parece reconocer en sus palabras una referencia al arte contemporáneo, o, más correctamente, a ese sector del arte que es fruto de la masificación y la publicidad…
La distinción es apropiada, porque no se puede condenar de tajo al arte de nuestro siglo: en el origen mismo del arte contemporáneo, hay visos de verdadero arte y no sólo visos…
El cubismo planteó el primer síntoma de un arte que no estaba sometido a ese mundo en el cual nos hemos acostumbrado a vivir y a nombrar las cosas. Por primera vez, si no había un título debajo del cuadro, no se podía saber sobre qué trataba. Ésa fue una verdad estética, pues era un arte que no tenía nada que ver con el mundo en el cual actuábamos.
Desde el cubismo hasta todas las formas, estilo y tonos de arte no figurativo no había más que un paso. Y al no tener relación con el objeto, en las artes plásticas se nos invitaba a experimentar con la pintura como experimentábamos con la música, es decir, sin representación posible. La pintura venía a ser más musical que la música; se había revelado como el arte por excelencia, es decir, la expresión de la voluntad y del sentimiento, y no la representación de lo que tiene que ver con los fenómenos, con el entendimiento, con lo descriptible, con lo que se puede dominar.
Ese sector del arte moderno del que usted hablaba, en cambio, nos niega, radicaliza el destino estético de todo arte, porque nos indica con violencia qué tenemos que sentir, y sobre todo que ¡aquí! no se trata de pensar.

ARTE Y VALORES

En el nivel inferior del Museo de Arte Moderno de París, existe una pequeña lata, exhibida como obra de arte, rematada únicamente con un rótulo que dice “Merde dartist”. Hay, entre otros objetos, un lienzo pintado de un azul parejo, ¡solamente de azul!, y firmado. Es un color bonito pero, francamente…
Permítame continuar su lista: Francis Picabia firmó una mancha de tinta y la tituló Santa Virgen. Breton presentó como “poemas” un conjunto de lo más gratuito y fortuito posible de fragmentos de títulos recortados de periódicos. En 1957, la galería Apollinaire de Milán expuso o­nce cuadros monócromos de Yves Klein (el mismo pintor que usted acaba de mencionar), todos de idéntico azul uniforme, del mismo tamaño, ¡pero vendidos a diferentes precios!
Pronto, el “arte mínimo” expuso con un tubo de escape, una traviesa de ferrocarril y un trapo de fregar extendido y manchado la carne leprosa de la existencia. Desde entonces es difícil encontrar algo que no haga las veces de obra de arte. Pero, si cualquier deshecho puede ser promovido a la dignidad de obra de arte, el arte no tiene dignidad, estatuto, ni especificidad. De una extensión casi infinita para el arte se sigue una comprensión casi nula. Ésta es la conclusión: si casi todo puede ser arte, entonces el arte es casi nada. En este destierro metafísico de la belleza, en esa abrogación del sentido, en esa consagración de la nada, triunfa pues el nihilismo.
Sucede que ese arte que se hacía musical, el que anunciaban el cubismo y el arte abstracto, ha venido a ser un discurso incoherente, vehemente, que anuncia, exige, ¡proclama! la dignidad de cualquier cosa.
Y sucede que al ser la obra del artista lo más parecido a la de un niño que no tiene oficio, ni memoria, ni altura, se ha desvanecido todo criterio de juicio. Ésa es, quizá, la peor perversión del arte contemporáneo, porque parece enseñar: “no hay que juzgar”. Todo juicio es descalificado por definición. Si no se puede juzgar es que no hay valores. Lo feo no existe porque lo bello no existe, ni lo verdadero, ni lo falso. No hay ninguna razón para actuar de una manera más que de otra. Y así, no hay forma de tener sociedad.
Pero quiero terminar, ya que su entrevista es sobre la influencia del arte en la educación, volviendo sobre el arte que constituye un verdadero estilo, un nuevo descubrimiento. La experiencia del arte consiste siempre en un cara a cara de una conciencia con una obra: en su misma soledad la persona experimenta algo como un mensaje por descifrar y se encuentra más cerca de sí misma al contemplar esa obra. Esto, a diferencia de aquel arte que no es una revelación íntima, sino una manera de olvidar la existencia para poder soportarla.
El arte verdadero no deja nunca de enfrentarnos con nuestra existencia real, con nosotros mismos, sacándonos del mundo reducido de la propia temporalidad para llevarnos a la amplitud de nuestra condición.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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