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Ética de la solidaridad

Una de las cuestiones que más ha preocupado a los filósofos y pensadores de todos los tiempos, ha sido la de componer armónicamente los valores de la unidad y la multiplicidad. No es, sin embargo, una inquietud reservada a esta categoría de personas. De una forma u otra, el mismo problema se nos presenta a todos en la vida cotidiana. Percibimos la unidad como un objetivo por el que vale la pena empeñarse; creemos, por ejemplo, que debería lograrse que las familias -y especialmente la nuestra- se encuentren unidas, o que en un grupo de trabajo reine la unidad de intenciones. Pero, por otro lado, apreciamos y defendemos con igual fuerza el pluralismo, el respeto de las diferencias, la variedad multicolor que distingue las personas y culturas, etcétera.

PARA SUPERAR CONFLICTOS

Ahora bien, estos objetivos se nos presentan muchas veces como dos metas aparentemente opuestas.
También en el ámbito de las relaciones políticas nos puede suceder, por ejemplo, que sostengamos al mismo tiempo, e incluso con pasión, la unidad europea y las diferencias nacionales entre los europeos. Un profundo conocedor de la vida política, Henry Kissinger, ha llegado a sostener que la vitalidad de los pueblos libres se manifiesta sobre todo por su aptitud para resolver este tipo de rompecabezas: cómo reconciliar colaboración e independencia, libertad y seguridad, universalidad y particularidad.
Por lo demás, la historia de ayer y de hoy nos ofrece abundantes ejemplos de que cuando no se logra conciliar la unidad y particularidad, los resultados son, no pocas veces, trágicos: en nombre de la unidad, se han destruido poblaciones enteras, mientras que, en otros lugares y tiempos, el grito de ¡somos distintos! ha provocado dolorosas y mortales rupturas en el seno de varios grupos sociales.
Por estas razones, la conclusión más frecuente hoy -tanto entre los estudiosos, como en la práctica de los Estados- es solucionar estos problemas a través del compromiso: se lograría así la convivencia pacífica entre dos valores, mediante el sacrificio parcial de algunas de sus implicaciones.

ARISTÓTELES Y SU MARAVILLOSA ORQUESTA

¿Y si unidad y multiplicidad, lejos de ser contradictorias, fueran dos dimensiones de la vida humana, y, en particular, de la vida política, que la existencia y la razón pueden y quieren encontrar juntas, afirmadas sin ninguna clase de compromiso, aunque éste pueda ser alguna vez inevitable? Más aún, ¿y si cada una de estas realidades perdiera totalmente su condición de valor humano y político, cuando se da sin la otra?
Ésta era la opinión de Aristóteles, quien en su Política la ilustraba con un ejemplo: el de una orquesta que interpreta una hermosa melodía. Sería cosa de locos, escribe, proponer la eliminación de la variedad de voces e instrumentos musicales, pues la sinfonía en cuestión se transformaría en una “homofonía”, y su ritmo, en una sucesión de golpes. Aunque, podríamos añadir nosotros, quizá fueran muchos los que prefirieran ese sonido monótono a la opción alternativa: a la algarabía que causara tal orquesta si cada uno interpreta la música que quiere y al ritmo que más le place.
Sólo la multiplicidad y variedad de voces e instrumentos musicales cuando interpretan una y la misma partitura es capaz de producir música, sinfonía. Es más, esta sinfonía será tanto mejor, cuanto mayor sea la variedad de las voces e instrumentos empleados y la unidad de la interpretación musical.
Esto es lo que Juan Pablo II recordó en su discurso del año pasado ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, reunida con motivo del 50 aniversario de su nacimiento. “La condición humana se sitúa entre dos polos: la universalidad y la particularidad, en tensión vital entre ellos; tensión inevitable, pero especialmente fecunda si se vive con sereno equilibrio” (n.7).

PARTITURA COMÚN

Si para desglosar las principales ideas contenidas en este discurso continuamos usando la gráfica imagen aristotélica, la primera indicación contenida en él es la relativa a la pieza musical que la humanidad quiere y debe interpretar en el próximo milenio, según lo manifiestan numerosos hechos en todo el mundo, especialmente las revoluciones pacíficas de 1989. Se trata de la sinfonía de la libertad: “en cada rincón de la tierra, hombres y mujeres, aunque amenazados por la violencia, han afrontado el riesgo de la libertad, pidiendo les fuera reconocido el espacio en la vida social, política y económica que les corresponde por su dignidad de personas libres” (n.2).
Pero, ¿dónde podremos encontrar la “partitura” que permitirá interpretar de forma armoniosa esa pieza musical? En la ley moral universal, escrita en el corazón del hombre (el Papa habló expresamente de “gramática”). Mientras que los derechos humanos serían las siete notas musicales fundamentales que expresan el contenido y significado esencial de lo que allí encontramos escrito.
Son estos derechos, por tanto, una categoría absoluta (natural), que está por encima de las diferencias particulares entre las personas; una visión en la cual éstas no son ni mujeres ni hombres, ni jóvenes ni ancianos, ni sanos ni minusválidos, ni de ésta ni de la otra nación; una visión, en resumen, que nos permita afirmar la igual dignidad esencial de toda persona, y reconocer sus mismos derechos fundamentales.
Esta partitura y estas notas, en virtud de su universal validez, nos recuerdan constantemente “que hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos”; mientras que, si prescindiéramos de ellas, caeríamos en la algarabía, en la confusión de “un mundo irracional y sin sentido”. A este respecto, nota Juan Pablo II, “es motivo de seria preocupación el hecho de que hoy algunos nieguen la universalidad de los derechos humanos, así como niegan que haya una naturaleza común a todos. Ciertamente, no hay un único modelo de organización política y económica de la libertad humana, ya que culturas diferentes y experiencias históricas diversas dan origen, en una sociedad libre y responsable, a diferentes formas institucionales. Pero una cosa es afirmar un legítimo pluralismo de ‘formas de libertad’, y otra cosa es negar el carácter universal o inteligible de la experiencia humana. Esta segunda perspectiva hace muy difícil, o incluso imposible, una política internacional de persuasión” (n.3).

POLIFONÍA: LOS DERECHOS DE LAS NACIONES

Aunque la doctrina sobre los derechos humanos debe hacer abstracción de las categorías particulares, en un segundo momento deberá también penetrar en cada una de ellas. Las diferencias entre los hombres, por lo que se refiere al sexo, raza, estado de salud, edad, dotes intelectuales, convicciones, ideologías, tienen importantes consecuencias morales: no de por sí, separadamente, sino, por así decirlo, en cuanto categorías humanas.
En esta perspectiva, Juan Pablo II dedica una consideración especial al fenómeno del pluralismo ético-cultural, y de los derechos de las naciones. Los derechos humanos fundamentales, para conservar la “porción” de racionalidad que cada uno de ellos lleva en sí, deben encarnarse de formas diversas, adecuándose al significado que los distintos modos de comportarse tienen en cada cultura particular. En otras palabras, los principios universales y necesarios que expresan esos derechos no siempre pueden ser adoptados inmediatamente como principios guía para la acción, y aplicados de modo uniforme y homologador; no pocas veces corresponde a cada cultura dar una forma concreta a esos principios, de modo que transmitan efectivamente su mensaje de respeto/promoción del prójimo y, en último término, de la dimensión trascendente de la vida humana dentro del sistema de costumbres, de lenguaje, de aparato técnico-conceptual, etcétera, que caracteriza la cultura en cuestión” (n.9).
Sobre esta exigencia “se apoyan los derechos de las naciones”, que no son sino “los derechos humanos considerados a este específico nivel de la vida comunitaria”, y que “expresan las exigencias vitales de la particularidad” (n.8). La reflexión sobre estos derechos ciertamente no es fácil, pero se nos presenta como tarea inaplazable. Por eso, junto con algunos criterios generales que deberían guiar esa reflexión (cfr. n.8), Juan Pablo II ha dirigido una propuesta concreta a los representantes de los Estados en la ONU: “la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, adoptada en 1948, ha tratado de manera elocuente de los derechos de las personas, pero todavía no hay un análogo acuerdo internacional que afronte de modo adecuado los derechos de las naciones. Se trata de una situación que debe ser considerada atentamente, por las urgentes cuestiones que conlleva acerca de la justicia y la libertad en el mundo contemporáneo” (n.6).

NACIONALISMO Y PATRIOTISMO

Quien ha seguido hasta aquí el hilo del razonamiento del Papa, no experimenta ninguna sorpresa ante la advertencia contenida en la parte final de su discurso, cuando señala la divergencia esencial que existe entre el nacionalismo y el patriotismo. El primero, mientras concede un valor excesivo a la propia diversidad, percibe las peculiaridades de los “otros” como una carga, o incluso como una amenaza. Por eso “predica el desprecio por las otras naciones y culturas”, dando origen a una espiral de violencia que muchas veces es alimentada por resentimientos de carácter histórico y exacerbada por personajes sin escrúpulos. El patriotismo, por el contrario, “es el justo amor por el propio país de origen”, un querer que–por muy intenso que sea- reconoce y se expande hasta la humanidad de los “otros”. Por eso, un verdadero patriota “nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras” (cfr. nn. 9-11).
¿Cuál es la ideología que muchas veces late bajo el fenómeno del nacionalismo exacerbado? El utilitarismo político y económico; es decir, una concepción reductiva del bien propio del hombre, pues su consecución no incluye realizar -a la vez- el bien de las demás personas y naciones. Ese bien es identificado con la mera “ventaja” personal, y en las relaciones nacionales, con el mayor “beneficio” para el propio grupo étnico-cultural. De aquí que “el someter una nación más débil o más pequeña sea considerado como un bien simplemente porque responde a los intereses nacionales” (n.13).

MÁS ALLÁ DEL MIEDO

Son muchas las características positivas que definen la cultura actual, hija en muchos aspectos de la llamada “modernidad”: el amor hacia la libertad, el descubrimiento de la riqueza de la subjetividad, etcétera. Pero, quizá, no sean menos numerosas sus notas negativas: individualismo hedonismo, etcétera. Entre estas últimas, Juan Pablo II ha mencionado en varias ocasiones otra, probablemente menos conocida, aunque más profunda: la tristeza, el pesimismo. Y, con un matiz algo diverso que en otras ocasiones, lo vuelve a hacer también aquí, en el momento de concluir su discurso en la o­nU: el hombre “se aproxima al final del siglo XX con miedo de sí mismo, asustado por lo que él mismo es capaz de hacer, asustado ante el futuro” (n.16).
Para que el milenio que está ya a las puertas, pueda ser testigo de un nuevo auge del espíritu humano, hay que aprender a vencer el miedo. ¿En qué escuela? “Esperanza y confianza (…) tienen su apoyo en el íntimo santuario de la conciencia, donde ‘el hombre está solo con Dios’ (Gaudium et spes, 16), y por eso mismo intuye que no está solo entre los enigmas de la existencia, porque está acompañado por el amor del Creador” (n.16). Una consideración que, añadía Juan Pablo II, no es ajena a las Naciones Unidas, “porque las acciones políticas de las naciones, argumento principal de las preocupaciones de vuestra organización, siempre tienen que ver también con la dimensión trascendente y espiritual de la experiencia humana (…).
“Para recuperar nuestra esperanza y confianza al final de este siglo de sufrimientos, debemos recuperar la visión del horizonte trascendente de posibilidades al cual tiende el espíritu humano” (n.16).

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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