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El presente amnésico

La literatura, porque es palabra, “hace imaginar”. Una “imagen” literaria es susceptible de tantas formas (representaciones visuales) como lectores tenga. Por su parte, el cine, porque es imagen, “hace pensar”. Una “idea” cinematográfica es unívoca, sólo posee una imagen: es entonces susceptible de lecturas (interpretaciones verbales), una por cada espectador. Cada cabeza es un mundo: ante la abstracción literaria, la mente buscará concreciones “imaginarias”; ante la concreción cinematográfica, actuará en sentido opuesto -siempre en pos de la “claridad”- rastreando abstracciones “verbales”, juicios de valor, traducciones. Hollywood entiende que ambas mecánicas coinciden en la mirada: de ahí que fabrique imágenes mudas.

EL ENCUADRE

La fotografía parece sustituir al instante porque permanece. Ante una foto antigua tenemos la certeza no de ver un objeto poseedor de ciertos procesos fotoquímicos, sino de estar en presencia del pasado. Cuando esa convención original, el encuadre (umbral, ventana), cobra movimiento, voz, color, termina por sustituir a lo que encarna: es sinónimo del instante porque lo atrapa, modifica, revierte. Estar ante un documental añejo (por ejemplo, las imágenes tomadas en distintas partes del mundo por los hermanos Lumière y sus camarógrafos entre 1895 y 1900) no es percibir la “síntesis” fotográfica de esos años: es tocar lo pretérito directamente con los ojos. Ese es el pasado. Curiosamente, una idéntica conclusión brotará al contemplar ficciones rodadas durante el mismo periodo (por ejemplo, las primeras comedias de Mack Sennett;ello demuestra que una delgadísima cortina de humo separa el testimonio fílmico verista y una puesta en escena. Máximo sobreentendido: ambos “son” el pasado, ambos son naturalmente realistas.
Para ser “reconocido”, el realismo siempre se coteja con el ayer: no sólo se trata de comparar la “usanza” realista contemporánea con las de tiempos lejanos, sino de revalidarla. Tal obra será realista no únicamente al reflejar “la” realidad: lo será sobre todo al destacarse de las maneras en que obras antecesoras han reflejado su propia época. La historia no envejece: lo hacen los realismos correspondientes a sus diversas etapas. Hollywood nos quiere actuales, es decir, sin ayer “caduco” (y sin futuro “idealizado”). Con el fin de arrebatar toda raíz a la experiencia cotidiana, hace todo lo posible por bañar lo pretérito de artificial añejamiento, lejanía polvosa, halo de eras primitivas.
Nada más odioso a la estrategia esencial de la “Meca del cine” que la posibilidad de que un individuo “actual” se sintiera íntimamente contemporáneo del hombre prehistórico (es decir, aquél a quien se le sitúa “antes del principio”) o del que perteneció a la Edad Media (es decir, que a quien nos figuramos viviendo a mitad de una línea que -como siempre- culmina en el presente). A estos hombres, Hollywood los mira con piedad y sólo tolera que sean traídos a cuento si se hace a través de la conmiseración o de un desprecio vestido de fervor incierto: carecieron de progreso, en el fondo nada les debemos; es imprescindible verlos tan estancados como nosotros en un presente amnésico.

LA MESURA

La imposición de un presente amnésico está directamente relacionada con lo que podría llamarse mesura. Una película realista suspende nuestra incredulidad al impactarnos o conmovernos; con gusto nos rendimos a la evidencia aunque los pormenores de la anécdota no sean del todo “naturales”: tal personaje se topa con otro en el preciso momento en que es imprescindible su acción conjunta; determinado suceso desencadena otro no necesariamente lógico; con oportuna casualidad, cierto objeto llega a manos de alguien para despertarle una sospecha que ha de satisfacer los intereses de la trama. La mesura en el uso de tales recursos determina el realismo: es ella la que propicia toda verosimilitud. Sin embargo, más que “mesura”, Hollywood manifiesta un declarado pánico a forzar demasiado la anécdota; así, hacer permanecer estos resortes en la superficie de la convención, cuidadosamente modulados para que no laceren la “credibilidad” del producto. Porque en cuanto se subraya su presencia y se juega con ellos en cualquier otra forma que la instituida, ese mismo elemento se convierte en “coincidencia forzada”, inadmisible artificio, detonador de nuestra sonrisa. Entonces exclamamos: “¡qué casualidad!” (Cuando un espectador califica de “malo” a un producto hollywoodense no es porque encuentre en él una traición a lo real sino simplemente porque este tipo de frases se suscita más de un par de veces en el transcurso de una película: ésta es “mala” porque ha roto la mesura).
Las primeras décadas de la historia del cine no llegan de modo “natural” a ese límite entre verosimilitud e irrisión, entre lo aceptable y lo que se impugna. Las convenciones que demarcan tales juicios no formaron parte de un crecimiento interno del lenguaje cinematográfico, sino de una estrategia minuciosa que bajo la denominación “realismo” fue estrechando el campo de lo verosímil hasta hacerlo coincidir no con las más “sueltas” realidades sino con las más duras convenciones. El desarrollo del fenómeno fílmico fue inmovilizado en unas cuantas fórmulas que en nuestros días no hacen sino fortalecerse a medida que se usan hasta la saciedad. Ya planteado este yugo en los albores del siglo, los cineastas daneses Urban Gad, Holger Madsen, Dinesen, Stallan Rye, se apartan de la vía que en un principio cultivaran -el melodrama realista, la intriga mundana- y comienzan a experimentar con la forma exigiendo para el lenguaje del cine su verdadera enunciación. Parten de una triple infidelidad -una triple responsabilidad- para ser fieles más allá de todo equívoco; en primer lugar, intentan explicarse por qué el espectador sonríe ante una coincidencia forzada, rechazándola automáticamente sin que en ello intervenga una actitud crítica.
¿TRAICIONAR LA REALIDAD?
Los daneses contemplan su entorno: en la vida diaria, el azar depara coincidencias que narradas con total exactitud en un filme nos harían rechazar este último con un gesto de indignación. ¿Ello obedece -se preguntan- a la primera característica del arte, traicionar a su modelo?, ¿o es la evidencia de que el público sufre una segunda traición estratégica, y de esta manera asocia lo real con el cúmulo de definiciones compuestas? ¿La mesura es un recurso artístico -abierto- , una forma de la cautela que exige traicionar lo menos posible a la realidad?, ¿o es una maniobra que encubre el método de perduración de las convenciones, su virulenta y doble traición? Los primeros verdaderos realistas sienten imprescindible saturar las convenciones que infestan la pantalla: entonces dejan de considerar las coincidencias forzadas como un “error realista” y empiezan a verlas como el arma óptica del verdadero realismo, umbrales hacia un lenguaje intocado.
Los cineastas experimentales daneses no inventan ese lenguaje, pero tampoco lo consiguen como artificio -o no sólo como artificio- : su triple traición crea mapas aparentemente opuestos al territorio (o aun sin territorio referente), para ejercitar la mirada más allá de las apariencias. Es una triple responsabilidad con lo real, una triple exigencia de oponerse al uso de la fuerza por medio de la cual se doblega la percepción del individuo. Porque el enfermizo temor a forzar la anécdota lleva a forzar todo lo demás. Hollywood suspende nuestra incredulidad porque todo lo suspende. No busca verdades sino verosimilitudes; desprecia al mundo -al que considera un caos inverosímil- y lo sustituye por lo mundano -definido como un orden sin artificios. No teme forzar los equilibrios por ir a traicionarlos: lo teme porque entonces se notaría su uso de la fuerza, el monumental desequilibrio instituido.
Sin embargo, ¿hay temor a lo desmesurado en el fondo de las atronadoras y sistemáticas inverosimilitudes de las películas de consumo? Buen ejemplo de éstas se encuentra en un opulento “thriller de acción” como las versiones de “Duro de matar” (1988): un villano, a quien el espectador ha visto morir inequívocamente por ahorcamiento, revive de pronto para adornar con su segunda muerte la secuencia del epílogo. Esta flagrante “inverosimilitud” es uno de los múltiples objetos de burla en una cinta que también surge como “thriller de acción” de gran presupuesto, “El último gran héroe” (1993), pero con plena conciencia se satura de los “errores de realismo” (no sólo las peripecias increíbles en que los héroes milagrosamente salvan la vida sino las manías que a fuerza de repetición se han vuelto ley, como la mecánica de los villanos que hablan en lugar de matar al protagonista, dando tiempo a éste para contraatacar, etcétera).

EL ORDEN QUE LA SONRISA DESCARTA

Resulta muy significativo que mientras el espectador norteamericano convirtió a “Duro de matar” y secuelas en grandes éxitos de taquilla, rechazó la saturación crítica de “El último gran héroe” hasta convertirla en un “fracaso de público”. (Existen coleccionistas de errores y manías hollywoodenses que publican libros de gran aceptación siempre y cuando se limiten a enumerar y renuncien a cuestionar). Y es que la angustiada mesura de Hollywood no se contradice con el desquiciado culto que se hace de lo inverosímil en las celebradas superproducciones: de hecho, el protagonista de las series “Duro de matar”, Bruce Willis, es uno de los actores que han encontrado una veta: el solemne y mortuorio “duro” de las décadas pasadas, en el que ya nadie cree, recobra de golpe toda la credibilidad de su audiencia si a todas sus acciones antepone la autoburla. Curiosamente, si los nuevos “duros” resultan tan creíbles para su público de origen es porque son los primeros en no creer en sí mismos.
Es la mecánica que marcó el fin de la sarta de películas tipo “vengador anónimo” de Charles Bronson (quien consideraba demasiado sagrada su misión fascista como para satirizarla) y que “salvó” la carrera de Sylvester Stallone y de sus seguidores de “segunda división” como Chuck Norris, Jean-Claude van Damme, Rolf Lundgren, Boris Sagal; es incluso la mecánica que diseña de antemano a ciertos “héroes de primera división” como los desempeñados por el propio Willis o el Mel Gibson de “Arma mortal” (1987). Ante ellos, el espectador norteamericano acepta la inverosimilitud no como atentado a la mesura sino como una forma cómplice de vivificarla. Bastará a estos actores mezclar la autoburla con inciertos momentos de “honestidad” (generalmente confesión de carencias, debilidades y/o torpezas) para que se tolere y hasta festeje todo lo infinitamente inverosímil con que construyen su ulterior verosimilitud. El realismo hollywoodense sabe que no importa cuánto traicione su supuesto verismo si continúa con su gran tradición de transmitir una verosimilitud ulterior. Suma de paradojas: para que no se note su uso de la fuerza, Hollywood la convierte en espectáculo; para que prospere el desequilibrio instituido, el realismo surge como aparente atentado contra sí mismo (será enumeración de rupturas y nunca cuestionamiento de lo roto). El público de todas las nacionalidades demanda una verosimilitud: se le ofrece una credibilidad “de fondo” a cambio de su fe en lo superficial.
Procede plantear aquí una pregunta clave: ¿por qué exigimos en la pantalla una verosimilitud (una mesura) que no demandamos a lo cotidiano? ¿Se trata de un conjuro de sustituciones? Un orden arbitrario nos molesta agudamente en una película: no lo creemos, es inverosímil; lo descartamos con una sonrisa. ¿Qué estamos haciendo entonces sino requerir que se haga hiperarbitrario, para que en ese momento comience a parecerse al orden cotidiano, ese al que la estrategia ahoga y sujeta? Dentro de su visionaria plataforma, los daneses detectaron una mecánica que aun en el presente prospera: impugnar de esa forma un discurso dramático es aprender indirectamente -vía la Gran Inercia- que la realidad no es impugnable y que todo oprobio es fatal.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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