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Entre el alumbramiento y el funeral

“Echar la casa por la ventana” es un dicho muy común y muy mexicano que revela nuestro carácter dispendioso, compartido y festivo. Nada puede impedir que en los momentos de fiesta la economía familiar, municipal o pueblerina –y hasta nacional– se ponga en verdadero riesgo con tal de que el nacimiento del ahijado, los primeros quince años de la niña, la boda de la primogénita, el o­nomástico del jefe, o la celebración del prócer se festejen “como se debe”; total, “ya mañana se verá”.
Exuberancia de palabras y de abrazos
Si Neruda alguna vez vio que México vivía en sus mercados fue tan sólo porque la fiesta de pistolas que le tocó presenciar en Xochimilco le causó tal espanto que le impidió afirmar que, sobre todo, México vivía en sus fiestas. Fiesta por la madre y por el padre, por el niño y el compadre, fiestas por Navidad, Reyes y la tamaliza en la Candelaria. Fiestas –todavía– en Corpus y cada “día del santo”, fiestas patrias y muchas, muchísimas religiosas, en donde la exuberancia de colores, olores y sabores de alimentos y bebidas, de palabras y abrazos, broncas y majaderías, disculpas y “mil perdones”, exhibe y desenmascara una personalidad oculta cotidianamente tras los cumplidos y las formalidades, tras el recelo y la desconfianza, la violencia y la timidez. La fiesta rompe la máscara y permite el gozo como en muy pocas partes del mundo, porque en ella el mexicano reúne y conjuga no sólo la alegría desbordada que se traduce en el relajo, sino la pasión contenida durante días, semanas y meses de una vida sufrida, que no sacrificada.
A diferencia del brasileño, el mexicano hace de cada fiesta su carnaval: igualmente violento y tierno, pero no lujurioso; tal vez la influencia franciscana y la ausencia del legado africano así lo hayan determinado. Carnaval donde se mata al puerco o al borrego, al chivo o “dos o tres guajolotitos” para ofrendarlos (no ofrecerlos) al pariente y al amigo, al conocido y al extranjero (¡qué mejor al extranjero!) y hasta –como decía Chava Flores– al hermano de un amigo de un señor… “que no vino a la fiesta”. Ofrenda que vale como expiación de culpas y pecados, que restablece la armonía interior por la satisfacción de haber y haberse dado a los demás.
La fiesta se planea o se improvisa –lo mismo da– y aunque después estemos “con el Jesús en la boca” por tanto gasto, todos deberán comer, bailar y beber bien. Que hoy no haya miserias, porque al fin y al cabo… “ya mañana se verá”.
México y los mexicanos celebran sus fiestas lo mismo en la feria que en la casa. A diferencia de otros pueblos, a nosotros sí nos gusta meter al extraño a nuestras casas y exhibirle lo que somos; organizar bienvenidas y despedidas, aniversarios y santorales, donde no mostramos empacho en asegurarle a todo el que entra en aquellas que “ésta es su casa”, que lo importante es que se sienta bien y no tenga pretextos para después estar “echando habladas”. Nada como las fiestas nos exhibe y nos absuelve, nos reconcilia y nos hace felices y tal vez por esto no hay cosa peor que nos pueda pasar que la fiesta se nos agüe.

Mitote, fandango, pachanga

Para nosotros la fiesta guarda aún un cierto contenido mágico y religioso –incluso las civiles y patrioteras–, herencia quizá de nuestro pasado indígena e hispánico; y en contraste con el puritanismo calvinista y anglosajón, la fiesta mexicana es católica, en el sentido más puro de este concepto. La fiesta nos abre y nos trasciende hacia los demás, nos universaliza y hermana, supera diferencias de origen, raza, edad y condición social; y en el mismo plano, en el brindis o en la canción, se une el cacique con el peón, el líder sindical con el obrero, el político influyente con el burócrata de siempre, el empresario con el portero, aunque sólo sea por un instante.
El mitote, el fandango o la pachanga traducen una sociedad que vive al día, “como la lotería”, y que considera efímera y sufrida –que no trágica– la existencia en este mundo, a la cual, y en consecuencia, hay que sacarle el mejor partido, es decir, darle “al mal tiempo, buena cara” aunque después se realice aquello de “vánse los amores, quédanse los dolores”. No importa, mientras la fiesta haya salido bien, qué nos preocupa, pues “lo bailado y lo comido nadie nos lo quita”.
El carácter ingenioso y festivo del mexicano ha traído como consecuencia su capacidad para extraer de las fiestas, consejos y sentencias para mejor vivir que han quedado plasmadas en el refranero popular. En éste, la fiesta aparece como un simple punto de referencia del cual se saca una enseñanza y un modelo de conducta a seguir, fruto de la experiencia de lo que ocurre, precisamente, en las fiestas mexicanas. No son muchos los que hemos podido localizar, pero los hallados sirven para confirmar el ingenio de un pueblo que de todo saca experiencias… aunque luego no le sirvan.

“Aguarse” la fiesta

“La que no baila, que se salga de la boda” enseña que para hacer una cosa bien hay que tener experiencia. “La que no es casamentera no goza la fiesta entera” supone que el estado ideal para alcanzar la felicidad mundana es el matrimonio. “Quien de las fiestas quiere gozar, por la víspera debe empezar” indica la necesidad de la previsión para obtener mejores resultados. “Quien baila, de boda en boda se anda” refiere al hecho de que quien ha contraído un hábito, virtud o vicio, le es muy difícil abandonarlo. “Le fue como en la feria” implica que en éstas generalmente algo se padece o se pierde. “Quien te hace fiestas, que no te suele hacer, o se burla de ti o te ha de menester” enseña que la lealtad para ser auténtica ha de ser constante y permanente. “A ver al circo y a divertirse al teatro” o “a ver a un velorio y a divertirse a un fandango” determina que hay actos propios para cada situación, fuera de la cual se es inoportuno o impertinente. “Como la pinten la brinco y al son que me toquen bailo” extrae la experiencia de que la conducta personal está condicionada por la conducta de los demás respecto de nosotros mismos.
“Te fue como al catrín del baile: de la tiznada” aprovecha la experiencia común de que en las fiestas mexicanas salen más desfigurados quienes asisten más emperifollados. “Otra vez la misma danza y yo que no sé bailar” o “para bailar el jarabe, quien lo sabe”, destaca la impotencia de quienes desean realizar cosas que no saben hacer.
Por último, “aguarse la fiesta” denota una de las peores calamidades que puede sufrir el mexicano, calamidad que por el hecho precisamente de haberse aguado tantas veces sus “fiestas” lo marcan con una de sus más notables características: la frustración y el desencanto. Tal vez sea por esto que la fiesta se vive en México con tanta intensidad: entre la alegría del alumbramiento y la tristeza del funeral.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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