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Universidad donde hay peligro, hay salvación

Es quizá el genius loci el que me lleva a recordar aquí y ahora, a Etienne Gilson. Parafraseando lo que el gran medievalista escribió sobre fa suerte histórica de la filosofía, podríamos decir que la Universidad entierra a sus enterradores y renace de sus cenizas como el Ave Fénix. El discurso sobre la crisis de la Universidad ha sido, durante décadas, uno de los lugares comunes del debate acerca de la situación de la educación y la cultura en el siglo XX. Ni siquiera han faltado propuestas concretas para sustituir la unidad de la Universidad por la dispersión de una especie de multiversity, o los edificios y el césped del campus por el espacio electrónico de las redes de computadoras y los bancos de datos. Casi nadie cree ya en esas utopías tecnocráticas. Una vez más, la Universidad se ha vuelto a revelar como un instrumento socialmente imprescindible. Pero esta aparente victoria no ofrece motivos serios para el optimismo: todo lo contrario.
Heidegger solía citar el lúcido verso de Hölderlin: Donde está el peligro, allí surge también la salvación. (Wo aber Gefahr ist, wächst das Rettende auch). Ahora bien, cuando el peligro no comparece, cuando uno se cree a salvo, la necesidad de salvación permanece oculta: donde no hay peligro, tampoco hay salvación. Y esto es quizá lo que sucede en la Universidad actual. Resulta muy significativo que los recientes diagnósticos de autores como Bloom y MacIntyre, en los que se denuncian las ilusiones residuales de la educación liberal e ilustrada, apenas hayan encontrado eco en los ambientes académicos, dominados por el activismo y la trivialidad.

Cuando sobra organización y falta vida

Como ha dicho el filósofo alemán Robert Spaemann, la utopía está muerta, más muerta que -desde el Gott ist tot de Nietzsche- lo estuviera nunca Dios. Pero, ¿qué resta cuando lo que sustituía a la religión se revela como ilusorio? O bien la vuelta al origen el retorno a Dios, o bien una radical anti-utopía que niega cualquier dimensión trascendental del pensamiento humano. El profesor Richard Rorty ha dibujado esta anti- utopía: es el sueño de una sociedad liberal, en la cual han desaparecido todas las exigencias absolutas del conocimiento, la religión y la ética, en la cual sólo se consideran como verdaderos el placer y el dolor; no debemos tomamos ya nada en serio, queremos sentimos bien, y eso es todo. Según Spaemann, el lugar del nihilismo heroico de Nietzsche lo ha ocupado el nihilismo banal. El nihilismo banal se llama a sí mismo liberal ya sus adversarios fundamentalistas. Para este nihilismo light, libertad significa multiplicación de posibilidades de opción. Pero no deja emerger ninguna opción por la que valga la pena renunciar a todas las demás. Ya no hay lugar para el tesoro escondido en el campo, por el cual vende todo quien lo encuentra.
El relativismo escéptico de la cultura dominante no sólo implica la muerte espiritual del alma, sino también de toda cultura vital, sin la cual la Universidad misma acaba por responder a la fúnebre descripción que de ella hiciera Ortega y Gasset: Cosa triste, inerte, opaca, casi sin vida. La Universidad que, desde hace ocho Siglos, ha sido capaz de responder a los desafíos provenientes del exterior, se muestra ahora inerme ante la amenaza que brota de ella misma y que la está vaciando de su propio contenido. Estamos ante el fenómeno que los sociólogos actuales denominan implosión, es decir, explosión seca, hacia dentro producida por un interno vacío. No se trata de un problema funcional; se trata de una decisiva encrucijada institucional. Lo que le sobra a la Universidad es organización; lo que le falta es vida. Lo que necesita es, con palabras de Karl Jaspers, esa fuerza espiritual básica, sin la cual son inútiles todas las reformas de la Universidad.

El amor a la verdad compromete

No nos faltan serios motivos para pensar que esta energía espiritual de fondo no se puede reducir a un humanismo etéreo y sincrético. Como decía el Fundador de la Universidad de Navarra, Josemaría Escrivá, la Universidad sabe que la objetividad científica rechaza justamente toda neutralidad ideológica, toda ambigüedad, todo conformismo, toda cobardía: el amor a la verdad compromete la vida y el trabajo entero del científico, y sostiene su temple de honradez ante posibles situaciones incómodas, porque a esta rectitud comprometida no corresponde siempre una imagen favorable en la opinión pública (1). La presunta neutralidad está resultando una ficción inhabitable porque acaba desembocando en la intolerancia y el fanatismo. Por su parte, el pensamiento débil, sustitutivo postmoderno de la objetividad ilustrada, constituye la expresión cultural de un permisivismo en el cual lo que se permite es precisamente el dominio de los débiles por parte de los fuertes, de los pobres por los ricos. Salvarán este mundo nuestro (…) no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que tienen fe en Dios y en el destino eterno del hombre, y saben recibir la verdad de Cristo como luz orientadora para la acción y la conducta. Porque el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres. Es un Padre que ama ardientemente a sus hijos, un Dios Creador que se desborda en cariño por sus criaturas, y concede al hombre el gran privilegio de poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio (2).
Estamos apuntando al núcleo profundo que confiere unidad y fundamento a esa comunidad de investigación y aprendizaje que era – que todavía podría ser la Universitas Studiorum, la Universitas Magistrorum et Alumnorum. El Papa Juan Pablo II, con su insólita radicalidad, señaló ese núcleo cuando, hace algunos años, mantuvo ante los estudiantes de Coimbra que la Universidad es esencialmente un ámbito de libertad para la manifestación de los hijos de Dios. La filiación divina es el misterio que nos libera de la vanidad y de la dispersión: el amor paternal de Dios abre la única posibilidad real de que los seres humanos se amen los unos a los otros, y susciten así una cultura innovadora. El vínculo del Evangelio con el hombre -dijo Juan Pablo II en la Universidad Complutense de Madrid- es creador de cultura en su mismo fundamento, ya que enseña a amar al hombre en su humanidad y en su dignidad excepcional. (…) La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe (…). Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida.
La fe se hace cultura porque enseña a amar al hombre en su concreta humanidad, en esa unidad vital que está hecha de materia y de espíritu, de intimidad y trascendencia, de singularidad irrepetible y de apertura a lo universal. No es un acontecimiento histórico contingente el hecho de que la Universidad sea una institución original y originariamente cristiana. Como tampoco lo misma idea de Universidad se oscurece y debilita cuando se olvidan sus raíces cristianas.
Ya en el primer tercio de este siglo, Max Weber nos, ofreció la crónica anticipada de esa unidad perdida. Disipada la fe en el único Dios verdadero, lo que queda es un politeísmo de los valores, un Olimpo neopagano, del que parten solicitaciones contrapuestas. El hombre contemporáneo se encuentra internamente desgarrado por una multiplicidad de lealtades incompatibles entre sí que, en su ruidosa carencia de armonía, sólo coinciden en excluir la fidelidad indivisible al unum necessarium. Cada uno de nosotros experimenta en su propia carne esas vivencias de discontinuidad, que le obligan a cambiar de disfraz varias veces al día. La persona ha vuelto a adquirir su etimológico significado de máscara, de manera que en un solo sujeto cohabitan varias personas, sin que sea fácil identificarse con ninguna de ellas.

Redescubrir el mundo de la vida

¿Qué somos: miembros de una familia, profesionales, ciudadanos, creyentes, o simplemente payasos? Todo eso y nada de eso. Max Weber lo anunció: el desencantamiento del mundo por la ciencia, la modernización salvaje, habría de conducir a la producción de un tipo de hombres que serian especialistas sin alma, vividores sin corazón. Ya están por todas partes. Como también se ha hecho persuasiva la falta de sentido, que, según el sociólogo alemán, seria el precio que habría que pagar por la generalizada sustitución de las convicciones por las convenciones.
Se ha producido una nueva complejidad que no consiste sólo en el aumento de las complicaciones que acompañan desde siempre a la vida humana. También ahora es verdad lo que decía T.S. Eliot de todos nosotros: Human kind cannot support too much reality. Pero lo que ahora acontece es que la nueva complejidad no procede de un exceso de realidad sino de un vacío de ser. La proliferación de la anomia y de los efectos perversos, que provoca en nosotros un estado de perplejidad, tiene su causa en la separación entre las estructuras políticas y económicas, por una parte, y la vida real y concreta de los individuos, por otra. Lo que los sociólogos llaman tecnoestructura o tecnosistema – el entramado del mercado, el Estado y los mass media- ofrece un aspecto de lo unreal, en el sentido de Newmann: el hombre de la calle ya no es capaz de reconocerse en esas configuraciones poderosas y fantasmales.
Como dice la boutade postmoderna, la nostalgia ya no es lo que era. La Universidad actual no puede refugiarse en el ghetto de una simplicidad bucólica que tal vez nunca existió y que ahora es sencillamente imposible. (Al torero español Juan Belmonte se le atribuye este inapelable teorema de lógica modal: Lo que no puede ser, no puede ser, y además, es imposible).. La Universidad, si aún desea seguir siendo ella misma, se encuentra hoy ante el desafío de comprender esa nueva complejidad, gestionarla, y convertirla en una complejidad que ya no sea perversa sino humana.
Tal reducción y transformación de la complejidad no se puede realizar con los recursos de conocimiento y acción provenientes de la propia tecnoestructura. Es preciso redescubrir una fuente de sentido olvidada, previa a todas nuestras construcciones e interpretaciones. Ese suplemento de alma está siempre ya dado. Es lo que, utilizando la terminología fenomenológica, podríamos llamar mundo de la vida (Lebenswelt). La fuente originaria de sentido, sumergida bajo las densas capas de la complejidad perversa, no es otra que la unidad de la vida humana: la unidad de las personas en su concreta humanidad, cuya naturaleza social exige su integración en comunidades abarcables, a escala humana, entre las que figuran en primer lugar la familia y la escuela.
La solución que la Universidad puede aportar a una sociedad desorientada no reside primariamente en el recurso a esa abstracción que se llama cambio de estructuras. La verdadera solución se halla en medio de la calle, en la inmediata realidad de la vida de los hombres, en sus modos de vivir y de trabajar y más radicalmente aún- en la referencia unitaria de la pluralidad de los asuntos humanos al Dios vivo y próximo. En una homilía pronunciada al aire libre, en el campus de la Universidad de Navarra, Josemaría Escrivá repetía a estudiantes y profesores que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino (…): o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver -a la materia ya las situaciones que parecen más vulgares- su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo (3).
La filosofía de la creación y la teología de la gracia se aúnan sin confusión para conferir a la idea de Universidad una tremenda energía transformadora en este final del milenio. La dispersión y la banalidad se disipan cuando recordamos que el Espíritu Santo es -como decía Tomás de Aquino- el regalo primordial. Más íntima a mí que yo mismo, según la expresión agustiniana, esa luz de la Sabiduría increada ilumina todas las realidades creadas, incitándonos a avanzar en el desvelamiento del ser de las cosas. Porque hay un algo trascendental, un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de nosotros descubrir.

Conciliación desde dentro y por elevación

La Universidad se convierte en una apasionante aventura del espíritu cuando se entiende como una comunidad vital, en la que profesores y estudiantes se asocian libremente en el empeño por detectar esos brillos humanos y divinos que reverberan en las realidades del mundo y de la sociedad (5). Se abre así de nuevo la posibilidad de que sea la institución que realice una síntesis de los saberes y una armonización de las formas de vida.
Donde está el peligro, allí surge también la salvación. El trabajo humano, que ha sido el foco de las utopías colectivistas y es ahora el cauce de las anti- utopías individualistas, se ennoblece al convertirse en medio para complementar la obra creadora, para servir a todos los hombres, especialmente a los más necesitados, y para buscar el propio perfeccionamiento, la santidad personal. Se trata de un planteamiento trascendente e inmanente a la vez, que rompe desde dentro y por elevación, los círculos cerrados de esa dialéctica negativa que lleva a las ideologías modernas a un punto muerto. Es un programa radicalmente anti-dialéctico; pero no por una reiterada contraposición, que nada solucionaría, sino por una profundización en el misterio del ser y por una conciliación analógica de las diversas dimensiones de la realidad. Es así como se puede diseñar una nueva cultura de vida, que se opone audazmente a la vieja cultura de muerte, según las pregnantes expresiones de Juan Pablo II.
La escisión irreconciliable es semilla de muerte. La unidad armónica es raíz de vida y la esencia de la Universidad consiste en la convicción de que esa unidad orgánica es posible, de que existe una articulación necesaria entre verdad y unidad que puede ser desvelada por la más alta actividad humana, por la teoría o contemplación serena de la realidad. En cambio, la contraposición entre espíritu y materia, entre verdad y eficacia, entre educación humanística y capacitación profesional, es la herida no restañada por la que se desangra el ideal universitario.
Sólo el amor funde sin confundir, mantiene a la vez la alteridad y la identidad, logra la unidad de lo plural. Por esto estamos presenciando el fracaso de los programas académicos ilustrados: porque pretenden articular los saberes en el plano de una fría objetividad, presuntamente neutral, que margina el amor a la verdad. La contraposición entre amor conocimiento, como si fueran respectivamente lo irracional y lo racional, es una perversión dialéctica, que acaba por reducir el amor al deseo físico y el conocimiento a esa trivial curiosidad que se enmascara bajo el optimismo desesperanzado de la erudición sin finalidad. Cuando, en rigor, el amor es la fuente de todo saber y la íntima energía que alimenta a una comunidad de investigación y enseñanza. No cabe hablar de Universidad donde la indagación y transmisión del conocimiento no se fundamenta en el amor apasionado al mundo y a nuestros hermanos los hombres, en cuya faz brilla el esplendor del Amor subsistente. No hay Universidad propiamente en las Escuelas donde. a la transmisión de los saberes no se una la formación enteriza de las personalidades jóvenes. Y el humanismo helénico fue consciente de esta riqueza de matices. Pero cuando -llegada la plenitud de los tiempos- Cristo iluminó para siempre las arcanas lejanías de nuestro destino eterno, quedó establecido un orden humano y divino a la vez, en cuyo servicio tiene la Universidad su máxima grandeza (6).

A la altura del cambio histórico

La base firme de esta formación integral es una preparación intelectual sólida y abierta, que se desglosa en un texto escrito hace años por el fundador de la Universidad de Navarra: Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal, transcribo algunas características:
– Amplitud de horizontes, y una profundización enérgica. en lo permanentemente vivo de la Ortodoxia católica.
– Afán recto y sano -nunca frivolidad- de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional en la filosofía y en la interpretación de la historia…
– Cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos.
– Actitud positiva y abierta ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida (7).
Ciertamente, la Universidad no vive de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres. No es misión suya ofrecer soluciones inmediatas. Pero, al estudiar con profundidad científica los problemas, remueve también los corazones, espolea la pasividad, despierta fuerzas que dormitan, y forma ciudadanos dispuestos a construir una sociedad más justa. Contribuye así con su labor universal a quitar barreras que dificultan el entendimiento mutuo de los hombres, a aligerar el miedo ante un futuro incierto, a promover -con amor a la verdad, a la justicia ya la libertad- la paz verdadera y la concordia de los espíritus y las naciones (8).
Las grandes conmociones sociales y culturales que estamos viviendo estos últimos años vuelven a prestar una sorprendente actualidad a estos principios del espíritu universitario. Como en otros momentos cruciales de su ya larga historia, la institución universitaria debe redescubrir en nuestro tiempo el papel decisivo que le corresponde en la orientación de esos cambios tan hondos. Porque es esa memoria histórica la que nos dice que dejarse llevar por la corriente de los acontecimientos externos equivale siempre a la decadencia de la Universidad; mientras que su florecimiento sólo acaece cuando acierta a estar en el origen mismo de los cambios.
Cabe adivinar la mutación que ahora se anuncia como el paso de la sociedad industrial a la sociedad del conocimiento. La quiebra de la interpretación materialista de la historia no sólo se ha hecho patente en los acontecimientos de Europa del Este, sino que ya se venía evidenciando en la revolución silenciosa que está cambiando nuestro modo de trabajar y de pensar. Hoy ya sabemos que la verdadera riqueza de los pueblos no estriba primariamente en su capacidad de transformar la materia. Nuestro principal recurso consiste ahora en la potencialidad para generar nuevos conocimientos, y en la agilidad y versatilidad para procesar y transmitir la información.
Claro aparece que, en una situación de esta traza, las demandas que se hagan a la Universidad serán tan perentorias como arduas de responder. Para estar a la altura de tales circunstancias históricas, para ser capaces de gestionar el cambio con originalidad y eficacia, la propia mentalidad de los universitarios habrá de experimentar también una significativa innovación. Pero lo más interesante de este reto estriba en que el progreso que se nos está pidiendo es -en el sentido de la aristotélica praxis teleia- un avance hacia nosotros mismos, un nuevo encuentro con la genuina tradición de la Universitas Studiorum. La nueva sensibilidad cultural, así como el impresionante despliegue de la ciencia y la tecnología en las últimas décadas, han roto los compartimientos estancos de las disciplinas convencionales, y están clamando por una nueva articulación de los conocimientos que vuelva a radicar la pluralidad de saberes en la unidad de un horizonte humano con verdadero sentido.
De lo objetivo a lo artesanal
La interdisciplinariedad ha dejado de ser un lema decorativo, una especie de lugar común en el discurso universitario. La interdisciplinariedad es hoy una exigencia indeclinable, porque los problemas reales a los que la Universidad debe buscar solución abarcan siempre diversos campos científicos y no pueden quedar atrapados por la red de un sistema organizativo rígido.
La propia gestión interna de las universidades ha de adecuarse a esa dinámica de cooperación interfacultativa. Además de generosidad y altura de miras, la nueva situación requiere unos procedimientos operativos que la Universidad puede encontrar también en su propio seno, en las ciencias que tratan de la acción humana.
Pero como antes apuntaba, el cambio del modelo organizativo seria superficial, e incluso ineficaz, si no se fundamentara en el cambio del paradigma epistemológico y ético. Según ha señalado el profesor Maclntyre, se trata de pasar del modelo de la evidencia al modelo de la verdad.
De acuerdo con el modelo de la evidencia, no hay hondura de realidad, no hay misterio alguno en el ser de las cosas, sólo hay problemas que pueden llegar a resolverse con una adecuada metodología. Las objetividades están ahí, disponibles para todo el que las tematice con el método adecuado. Un buen método nos abre al espectáculo de las objetividades: un mundo accesible con independencia del temple ético personal, de la comunidad en la que habitamos, de la historia que vivimos. Este planteamiento ha conducido aun callejón sin salida, a una situación de ficciones generalizadas en el lenguaje científico y ético, a una profunda desmoralización en amplios sectores de la sociedad. Pienso que ya es tiempo de pasar del paradigma de la evidencia al paradigma de la verdad. De acuerdo con el paradigma de la verdad, el saber teórico y práctico tiene mucho de oficio, de artesanía casi: tal es el sentido clásico del término sabio. Para llegar a saber, es preciso integrarse en una comunidad de aprendizaje, que tiene su dinámica de tradición y progreso, que establece normas a las que se vinculan libremente sus miembros, que fomenta virtudes intelectuales y éticas sin las cuales todo avance en el conocimiento es superficial e ilusorio. El acceso a la verdad requiere una severa preparación, valores compartidos y autodisciplina; lo mismo que el recto ejercicio de la libertad, al que está estrechamente vinculada.
La Universidad recoge las vitalidades que se estrenan en la vertiente nueva de la juventud, las templa en los hábitos teóricos y prácticos, y las lanza a las tareas directivas de la vida social. Una enseñanza de calidad es mucho más que la transferencia de un conocimiento I decantado, mucho más que una pura transmisión de información. A la vista del actual panorama educativo en casi todo el mundo, podríamos preguntamos con T .S. Eliot: Where is wisdom we have lost in knowledge? Where is knowledge we have lost in information?
Una enseñanza de calidad es la forja ética y científica de personalidades maduras y libres, que crecen junto a sus profesores y compañeros en un ambiente fértil, en un clima e convivencia culta, de responsabilidad cívica y de promoción de la justicia social. Una buena enseñanza superior está hecha de aprendizaje de contenidos sólidos, pero también de incorporación de metodologías innovadoras, de adquisición de estilos relacionales y de incremento de la capacidad a creativa.

Tres metas universitarias

Las tres metas institucionales de la Universidad son la elaboración de la síntesis de los saberes, la formación armónica de los estudiantes, y el servicio al entorno social. Tales finalidades presentan ahora, en el claroscuro de este fin de siglo, una renovada actualidad. Hoy es necesario y posible intentar que el humanismo de raíz clásica se dé la mano con la ciencia más avanzada y con la tecnología de vanguardia. Cabe empeñarse en la formación de profesionales que sean eficaces, precisamente porque tienen una visión unitaria y global de la realidad, porque son personas cultas. Servir a la sociedad no equivale a sucumbir ante las rutinas del pragmatismo, sino que implica la audaz anticipación de un futuro más justo.
La fecundidad de la tarea académica adquiere perspectivas trascendentes cuando -en un clima de diálogo y libertad- se inspira en los valores cristianos presentes en la originaria idea de Universidad. La fe es iluminación y acicate, en modo alguno constricción o barrera, cuando se comprende que el cristianismo es vida liberada por Cristo, existencia redimida de la vanidad y la dispersión. Como dijo en una ocasión la profesora Elizabeth Anscombe, lo decisivo en una Universidad es si en ella se sabe que Dios es la Verdad.
La verdad no admite sustituto válido. La verdad no acepta condiciones. Como recuerda Rafael Tomás Caldera, Tomás de Aquino no vacila en aconsejar a un joven estudiante: no te fijes en quien habla, sino guarda en tu memoria todo lo que oigas de bueno, y ese consejo de sopesar toda palabra escuchada, sin dividir de antemano a los hombres en dignos e indignos de atención, traduce el temple de un espíritu que ama la verdad sin condiciones. ¿No había escrito Aquino también que onme verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est: que toda palabra verdadera, sea quien fuera el que la diga, procede del Espíritu Santo? (9).

El oficio del sabio

De este modo, la comunicación de la verdad contemplada se realiza según justicia e introduce un principio de justicia en la sociedad: al hacer patente el fin y el bien -la verdad esencial acerca del mundo, del hombre, de Dios-, suscita esa tensión hacia lo superior y ese pleno respeto a la persona, que son capaces de moderar la hybris, la desmesura del afán de dominio o de placer. Puede entonces haber paz, el sosiego del orden, fruto de la justicia. Al menos, por un tiempo (10).
El oficio del sabio resulta por ello una necesidad constante en la vida de la sociedad que, sin la palabra fundamental, tiende a la disgregación. Como se lee en los libros sapienciales: si falta la palabra profética, el pueblo se disgregará (11). Y también: la multitud de los sabios es salud del mundo (12). El propio Santo Tomás había dicho que dos cosas son las que corrompen la justicia; la falsa prudencia del sabio y la violencia del poderoso.
Misión de la Universidad es actualizar el oficio del sabio en cada tiempo histórico. Los maestros pasan, pero la tarea es constante. Cuanto más adversas parezcan las circunstancias, más necesaria es esa misión. Cada aportación personal, por insignificante que parezca, cumple un papel en la narrativa de esta historia, que tiene un carácter unitario, porque cada una de las universidades no son sino una realización de la Universidad como institución. Ante el corcurvatum in seipsum ante una cultura dominante que se autorrelativiza, la Universidad como institución debería desaparecer. Pero si advertimos ese peligro, nuestra tarea de estudiantes y profesores, nuestra modesta inquisitio veritatis (13), nuestra humilde búsqueda de la verdad, empieza a ser ya una potente contrapartida al oscuro empeño de la abolición del hombre.
La tarea del sabio que torpemente intentamos realizar en la Universidad, sólo podrá culminar cuando la unidad de una vida alcance su cumplimiento. Afrontaremos entonces el riesgo y la esperanza del juicio sobre la autenticidad de nuestra misión. Porque, como dice San Juan de la Cruz, en la tarde de la vida seremos examinados en el amor.

(1) Discurso académico. Pamplona, 9 de mayo, 1974.

(2) Ibid.
(3) Homilía, 8 de octubre, 1967; Conversaciones, n.114.
(4) Cfr. Conversaciones, n.114.
(5) Cfr. Conversaciones, n.119.
(6) Discurso académico. Pamplona, 28 de noviembre, 1964.
(7) Surco, n.428.
(8) Discurso académico, Pamplona, 7 de octubre, 1972.
(9) Cfr. Super Iob, I, lect.3, n.103; De Ver., I, 8, s.c.l.
(10) El oficio del sabio. Caracas. 1991, p.15.
(11) Prov., 29, 18.
(12) Sap. 6, 26.
(13) I Contra Gentiles, 5.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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