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Muros de la maldad. Los campos de concentración en el cine

El holocausto es una de las etapas más lamentables y deshonrosas de la historia de la humanidad. No podemos simplemente olvidarla, tenerla presente nos recuerda que la maldad y el afán de poder obnubilan la razón. De ello se encarga el séptimo arte a través de sus representaciones, que ayudan a mantener viva la memoria colectiva.
 
De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar, el mundo no lo creería. Aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque alguno de vosotros llegara a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que contáis son demasiado monstruosos para ser creídos.
Primo Levi
 
Gracias a la prolífica producción cinematográfica hemos sido testigos de las distintas facetas de la perversidad. En numerosos filmes se retrata la inmoralidad, la vileza, el pecado, la malignidad y la crueldad. Todas ellas acciones contrarias a las virtudes que se esperarían de cualquier ser humano: bondad, piedad, misericordia, caridad, ternura, clemencia, compasión…
A mediados del siglo pasado se aseguró que el hombre pasa por un periodo de deshumanización que da pie a una época marcada por la maldad. La aseveración no es descabellada, tiene sus cimientos en un hecho histórico de difícil explicación, en el que la realidad superó a la ficción. El régimen hitleriano y los llamados campos de exterminio, representaron una dimensión extraordinaria y única en la historia de los lugares marcados por la indignidad y la maldad (in)humanas.
Hannah Arendt, quien aportó algunas de las primeras reflexiones sobre este capítulo histórico afirmaba: «Allí sucedió algo con lo que no podemos reconciliarnos. Ninguno de nosotros puede hacerlo».1
Günter Grass asegura que el holocausto fue un fenómeno que traspasó la racionalidad humana: «Auschwitz, aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender».2  Y para José Antonio Zamora «En Auschwitz la realidad desborda la capacidad de imaginación».3
Inimaginables, irreconocibles, indignos, inhumanos y malditos son adjetivos que se acercan poco o nada a la dimensión de lo que fueron tales espacios, que de 1933 a 1945, albergaron un sistema de producción destinado a la destrucción masiva de vidas humanas.
 
MUESTRARIOS DEL DOLOR
Los campos de concentración se han convertido en íconos de la maldad. Conocemos sus atrocidades gracias a los relatos de víctimas que también fueron testigos y narradores del crimen. Este fenómeno tenía como fin deshumanizar, arrebatar todo carácter singular en los presos: los desnudaban, despojaban de sus objetos personales, se les cortaba el pelo, etcétera. Se buscaba sustituir la persona moral con la presencia física, evitar confrontar con el rostro, convertir al prisionero en un número más.4
Así, quienes caían en las garras de un campo de concentración comenzaban una agonía marcada por la rutina disciplinaria que podía finalizar con la muerte, pues el abandono de los hábitos de la vida anterior y la pérdida de cualquier signo de identidad formaba parte del proceso de deshumanización inherente a la vida en «concentración», concebida para castigar, explotar y matar, pues la población de los campos estaba reducida a la categoría de subhumanos.
Tras la tragedia, es posible reconocer en la Europa de los años cuarenta un odio y resentimiento creciente… Pero, en la otra cara de la moneda, se encuentran pequeños pasos para purificar a la sociedad, mostrando los caminos largos, cortos y diversos que conducían a los campos de concentración y exterminio.
Estos escenarios nos confrontan ante una cruda realidad: tales atrocidades las cometió una sociedad «avanzada», nada alejada en tiempos y costumbres de la sociedad actual. Como menciona Rosa Torán: «…es preciso remover, una vez más, aquel pasado y buscar en él las huellas en unos tiempos en que los huevos de serpiente, las fobias –judías, cristianas e islámicas– continúan criando y creciendo desde Occidente a Oriente».5
Después de la existencia de sitios como Auschwitz, se incorporaron a la imaginería cinematográfica crónicas que, con o sin sombra de ficción, reflejan el infierno bíblico y dantesco con más potencialidad que cualquiera de las obras clásicas en la historia de la literatura y del cine mismo.
Las representaciones cinematográficas de los campos de concentración muestran la barbarie y el genocidio, retratos útiles para construir un imaginario colectivo. Con ellas los espectadores se acercan a territorios malditos, delimitados por alambradas y diversas fronteras simbólicas. Los habitaron cautivos «héroes» y «traidores», en medio de un universo dominado por tormentos, silencio, oscuridad, la arbitrariedad de los victimarios –señores de la vida y la muerte–, y la voluntad de convertir a la víctima en animal, en cosa, en nada.
La reflexión ofrecida por el cine en infinidad de películas no se detiene ahí; profundiza en las relaciones entre el campo de concentración y el exterior. Ese enclaustrado y pequeño mundo era un territorio manipulado por el terror y la maldad. En palabras de José Luis Anta: «Son lugares altamente reglamentados, prácticamente sólo nichos institucionales donde no existe el devenir de la interacción, de las relaciones humanas, sino únicamente reglas, normas y leyes»6.
Es por ello que las películas que se desarrollan en estos espacios, denominados por algunos como «lugares del mal absoluto» donde no existía la razón, fungen como muestrario de fragmentos de vidas de niños y niñas, hombres y mujeres, en las que imperó el dolor y culminaron, en su mayoría, en manos del genocidio.
 
MEMORIA CINEMATOGRÁFICA
Los campos de concentración alemanes fueron un mundo aparte, en el que se enclaustró al hombre, quien con sus virtudes y defectos, luchó por sobrevivir.
En la historia de la Alemania nazi existieron 20 campos centrales y unos mil 200 anexos o comandos. La mayoría de ellos estaban situados en Alemania y no fue hasta que se consumó la ocupación de gran parte de Europa que se crearon campos con aplicaciones determinadas: exterminio o prisión. Sin embargo, sufrieron modificaciones según las prioridades en las políticas de exterminio o explotación de la mano de obra, y dependiendo de cómo marchara la evolución de los frentes de guerra.
En el cine encontramos dos géneros que abordan la temática: 1) «Cine del holocausto», que representa el genocidio cometido por los nazis; y 2) «Cine de Shoah», término que quedó establecido en 1985 tras la película del mismo nombre, obra de Claude Lanzmann.
Existe un debate abierto entre ambos términos, pues en ocasiones se considera que el «Cine del holocausto» recrea gran parte del nazismo, por lo que sus detractores afirman que sus representaciones deshumanizan la verdad y vuelven trivial la violencia, maldad y realidad. Por otro lado, el «Cine de Shoah» expone el miedo a que un suceso tan atroz como éste se aleje de la realidad y se convierta en lo que se representa en los medios. Su postura es claramente anti-representativista.
Lanzmann en su película Shoah (1985) rechaza el uso de: imágenes históricas, narrativa cronológica, documentación convencional, narradores externos y cualquier tipo de recreación o dramatización con actores. Frente a éstos se manifiesta la fuerza de la memoria personal y la inmediatez de la oralidad. En palabras del director del filme: «Una película dedicada al holocausto puede tan sólo ser una investigación entre los testigos presenciales, una investigación del pasado de quienes sus heridas están demasiado frescas y demasiado vivamente inscritas en su conciencia».7
En este sentido, la búsqueda del modo adecuado de representar el genocidio más grande del siglo pasado, se remplazó por el análisis de la diseminación entre: realidad y representación. El reconocimiento entre ambos términos, no implica en absoluto que cualquier opción resulte aceptable, más bien sitúa el campo de tensión epistemológica en el umbral entre la memoria del trauma y los medios comerciales.
Así pues, en las representaciones cinematográficas de ambos géneros, se ha puesto de manifiesto la vida rutinaria y terrorífica detrás de los barrotes; los disparos a traición; las citas con la muerte, ya fueran ingiriendo veneno, aspirando gases o padeciendo brutales golpes; las intrigas para salvar la vida o para conseguir mayores comodidades materiales; la dualidad de las pasiones humanas, en las que se mostraba de igual forma el amor y el odio; etcétera. Así el cine, desde su trinchera y bajo el recurso de los campos de concentración, hace visible la tragedia humana de la manera más singular.
 
 
PERSPECTIVAS DEL SÉPTIMO ARTE
Diversas películas –muchas en el sentido documental, otras más, desde el ámbito de la ficción– cuentan infinitas historias que tienen como referente el año 1945, en el que se filmó la liberación de los campos de concentración. Este acontecimiento sobrepasó los límites hasta entonces establecidos que demarcaban lo que se podía o no mostrar en las pantallas cinematográficas, pues se exhibieron las montañas de cadáveres como catálogo de la barbarie absoluta.
Algunas de las perspectivas que ha tratado el séptimo arte son: La lista de Schindler (1993) de Steven Spielberg, que narra las peripecias de un hombre que salvó de morir en manos del régimen a miles de judíos. Hay otras visiones como La tregua (1997) de Francesco Rossi, que recrea la autobiografía del pensador Primo Levi. En otros casos se plantea la vida de los prisioneros desde el punto de vista de sus ocupaciones y su espíritu de conservación de la vida en los campos de concentración, tal es el caso de La zona gris (2001) o La decisión de Sophie (1982).
Otros abordan el tema desde la óptica de quienes ejercían al servicio de la Alemania nazi, como los reclusos de Los falsificadores (2007) de Stefan Ruzowitzky. Roman Polanski aporta su mirada sobre el genocidio en El pianista (2002), donde el protagonista practica su extraordinario talento en el piano para divertir a sus torturadores.
La Iglesia y su entorno también aparecen en las distintas visiones del tema; así en Amen (2002) de Costa-Gavras, un sacerdote italiano se ve impelido a llevar hasta el Papa Pío XII la verdad sobre lo que ocurre en los campos de concentración; como también acontece en El noveno día (2004) de Volker Schlöndorff, donde otro sacerdote internado en un campo para católicos es chantajeado por los nazis para recuperar su libertad.
Aunque parezca imposible, también hay filmes que logran encontrar la veta luminosa y humorística del tema, tal es el caso de La vida es bella (1998) de Roberto Benigni, Jacob el mentiroso (1975) de Frank Beyer o El tren de la vida (1998) de Radu Mihaileanu.
En el ámbito documental encontramos Noche y Niebla (1955) de Alain Resnais, Nuestro Hitler (1977) de Syberberg, El Proceso (1984) de Eberhard Fechner o los trabajos de Marcel Ophüls como The Sorrow and the Pity (1969).
También existen historias colaterales. Así, en El juicio de Nuremberg (1961) de Stanley Kramer, se pone en escena al tribunal que juzgó a criminales de guerra nazi; en Los niños del Brasil (1978) de Franklin Schaffner, aparece Josef Mengele –famoso médico autor de atrocidades en los campos de concentración. Costa-Gavras aporta La caja de música (1989) y plantea las dudas de una mujer cuando se entera de que su padre fue un criminal de guerra nazi.
No se trata de hacer un recuento exhaustivo, sino de dar algunas pinceladas sobre cómo el cine ha representado este acontecimiento y revisar los conceptos del mal y la maldad, inscritos en todas las representaciones cinematográficas sobre estos infiernos en la tierra.
El cine le otorga una particularidad a los campos de exterminio nazi: nombrarlos y alejarse del silencio que los envolvió en su momento. Muestra los actos de los que es capaz el hombre y crea una memoria de los hechos en cada filme, recuerda que, a pesar de ser escenas que se querrían olvidar, son inolvidables por la crueldad y maldad que manifiestan.
 
 
Notas finales
 
1          Hanna Arendt, Essays in Understanding, 1930-1954. Formation, Exile and Totalitarianism, Knopf Doubleday Publishing Group, 2011, pág. 73
2          Gunter Grass, Escribir después de Auschwitz, Barcelona, Paidos, 1999, pág. 12
3          José Antonio Zamora, «Negatividad y representación después de Auschwitz» en Reyes Mate (ed.) La filosofía después del holocausto, Barcelona, Riopiedras, 2002, pág. 282
4          Cfr. Joan-Carlos Mélich, La ausencia del testimonio. xBarcelona, Anthropos, 2001, pág. 41
5          Rosa Torán, Los campos de concentración nazis. Palabras contra el olvido, Barcelona, Península, 2005, pág. 8
6          José Luis Anta, «Moral y cotidianidad en los campos de concentración del nazismo» en: Athenea Digital otoño, No. 6, Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona, 2004, pág. 9
7          Anton Kaes «Holocaust and the End of History: Postmodern Historiography in Cinema» en Saul Friedlander, ed. Probing the Limit Representation: Nazism and the Final Solution, Cambridge, Harvard University, 1992, pág. 320
 
 
BIBLIOGRAFÍA
Agamben, Giorgio. Medios sin fin. Notas sobre política, Valencia, Pre-Textos, 2001.
Anta, José Luis. «Moral y cotidianidad en los campos de concentración del nazismo» en: Athenea Digital otoño, No. 6, Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona, 2004.
Arendt, Hannah. Essays in Understanding, 1930-1954. Formation, Exile and Totalitarianism, Knopf Doubleday Publishing Group, 2011.
Baer, Alejandro. Holocausto, recuerdo y representación, Madrid, Losada, 2006.
Grass, Gunter. Escribir después de Auschwitz, Barcelona, Paidós, 1999.
Kaes, Anton. «Holocaust and the End of History: Postmodern Historiography in Cinema» en Saul Friedlander, ed. Probing the Limit Representation: Nazism and the Final Solution, Cambridge, Harvard University, 1992.
Mélich, Joan-Carlos. La ausencia del testimonio. Ética y pedagogía en los relatos del holocausto, Barcelona, Anthropos, 2001.
Torán, Rosa. Los campos de concentración nazis. Palabras contra el olvido, Barcelona, Península, 2005.
Zamora, José Antonio. «Negatividad y representación después de Auschwitz» en Reyes Mate (ed.) La filosofía después del holocausto, Barcelona, Riopiedras, 2002.
 

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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