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El encanto de no opinar es poder culpar al otro

No escribo de política en este espacio. Prefiero dejar ese tema para otro lugar. No obstante, esta vez haré una excepción. Los cráneos se acumulan en las calles de este país como si se tratará de un tzompantli, donde se acumulaban las cabezas de las víctimas de los sacrificios mexicas. Permítanme, sin embargo, dar un rodeo.
No hace mucho, el gobierno federal intentó cobrar un impuesto a la educación privada. ¿Se acuerdan? Algo así como 10% a las colegiaturas. La educación pública no se da abasto y, para colmo, el gobierno pretendía cobrarle a quienes pagan por una educación que por ley, el Estado debe garantizar. Aquello, obviamente, me indignó. Mi punto de vista es cuestionable; pero creo que había materia qué discutir. Cuando los particulares suplimos las deficiencias del Estado, ¿no debería el gobierno ayudar en vez de estorbar?
Seguí con cierta atención la noticia. Recuerdo que la mañana en que se discutía en la Cámara de Diputados, yo daba clase y conducía mi coche escuchando la noticia. Me parecía, a todas luces, una trastada hacia la clase media. De verdad estaba furioso y llegué a la universidad con el hígado hecho moñito.
Entré al salón y pregunté a mis estudiantes qué pensaban de este nuevo impuesto. Al fin y al cabo estábamos leyendo la Política de Aristóteles; no era descabellado mencionar la cuestión, aunque tangencialmente. En la república los impuestos deben estar orientados hacia el bien de los ciudadanos. ¿No? La Revolución francesa, por ejemplo, estalló por un problema tributario: los privilegiados no querían pagar impuestos equitativos. Pero me estoy desviando del tema.
Suponía que mis estudiantes estarían tan furiosos como yo. Me quedé helado cuando miré sus caras de extrañeza. Ninguno estaba al tanto de la discusión y, peor aún, tampoco les preocupaba lo más mínimo. «La política me aburre», comentó uno como justificación.
Conozco a esos muchachos y sé que sus familias batallan para pagar la colegiatura. El dinero no les sobra. De un día a otro subiría el costo de su educación y a ellos no les interesaba el tema. La verdad, me enojé y los regañé; lo reconozco, conforme envejezco, me hago más enojón. No podía creer que jóvenes que hablan inglés, que leen griego antiguo, estudian alemán y gastan horas y horas en Facebook y Twitter pudiesen desentenderse de la vida pública de esa manera.
 
¡ATRÉVETE A SABER!
Dicen que esa apatía política es consecuencia del desencanto posmoderno. Tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y el derrumbe del socialismo «real», se acabaron las utopías. Nada se puede hacer para mejorar el mundo. Sólo sobrevivió el capitalismo ramplón y salvaje; el grito de guerra fue Money makes the world go around, por citar a Liza Minelli. Los jóvenes dejaron de creer en la revolución. El realismo cínico y el escepticismo aburguesado se apoderó de los universitarios. ¡Sálvese quien pueda!, porque ni la religión, ni la filosofía, ni la política podrán salvarnos.
Me parece, sin embargo, que esta explicación tiene un defecto. Si mis estudiantes fuesen capitalistas salvajes, hubiesen puesto el grito en el cielo por este impuesto nuevo, que pegaba en donde verdaderamente duele: el bolsillo. ¿Por qué esos jóvenes posmodernos e individualistas no decían algo contra el mentado impuesto?
Pienso que hay que buscar la explicación en Kant y no en la literatura posmoderna. En ¿Qué es la ilustración?, este filósofo explica que muchos hombres permanecen voluntariamente en la minoría de edad por pereza y cobardía. Es más cómodo vivir como menor de edad y permitir que otros tomen las decisiones por nosotros. Contra lo que podría pensarse, a los seres humanos nos encanta obedecer; porque criticar y cuestionar a la autoridad lleva, tarde o temprano, a tomar el control de la propia vida.
 
DECAPITADOS POR DOCENA
El encanto de no opinar es que uno puede culpar al otro, lo mismo a la hora de elegir un restaurante que a la de votar por un gobernante. La responsabilidad es menos cómoda que el desinterés político.
Pero la realidad se impone y grita. Vivimos en un auténtico tzompantli. México vive un momento grave. Desde la revolución de 1910 no veíamos una descomposición de este tamaño. La muerte violenta es parte del paisaje cotidiano. Los signos de alarma comenzaron años antes. ¿Dónde teníamos la cabeza?
 
SORDERA CULPABLE
Todo esto me lleva a pensar en Casandra, princesa troyana. Los dioses la agraciaron con el don de la profecía; sin embargo, le jugaron una broma cruel. Sus vaticinios siempre acertarían, pero nadie le creería. ¡Qué desesperación! Casandra predijo la caída de Troya y, en efecto, los troyanos la desoyeron.
Desde hace años, muchas personas nos previnieron contra el horror que ahora vivimos. Sergio González Rodríguez, por ejemplo, publicó en 2002 Huesos en el desierto, un reportaje sobre las muertas de Juárez y cómo esos crímenes revelaban la podredumbre de un sistema político. Otro libro suyo, El hombre sin cabeza (2009), es un ensayo en torno al Pozo Meléndez, situado entre Iguala y Taxco, al lado del camino viejo a Acapulco. ¿Les suena? Se cuenta que un destacamento entero del ejército francés se hundió en ese abismo, al que también se conoce como la «Boca del diablo».
Mi padre, quien vivió en la zona, conocía la historia de ese pozo sin fondo, donde acababan los cuerpos de las víctimas de los caciques de Guerrero. Cuando yo era chico, nos llevaba una vez al año a Acapulco en automóvil. Aquella carretera era sinuosa y espectral. Habitualmente pasábamos por ese rumbo cuando anochecía y nos hablaba, entonces, de ese horroroso pozo. Nunca lo he visto, pero el relato dejó una fuerte impresión en mí. Salvo por los faros del automóvil, no se veía absolutamente nada. La noche era impenetrable y, en alguna parte de esa oscuridad, estaba el temible Pozo Meléndez. Una trampa de la naturaleza convertida por los delincuentes en tumba, en fosa para deshacerse de los enemigos. Aquello parecía un cuento de terror. Pero no un relato mitológico, sino la sangrienta y corrupta realidad mexicana.
Muchas Casandras profetizaron lo que estamos sufriendo; pocos pusieron atención. Millones de mexicanos intentan sobrevivir con sueldos miserables. La mitad del país apenas puede comprar la comida que necesita para desarrollarse sanamente. Su horizonte no va más allá del día al día. El sistema económico y político les impide avanzar. A ellos, a los desfavorecidos, no les puedo reprochar nada. Suficiente tarea tienen con no morir de hambre.
En cambio, la clase media, especie en extinción, nos dormimos en nuestros laureles. Pensamos que, finalmente, tras doscientos años de desastres, México iba por buen camino. Nos engañaron y nos dejamos engañar. Pensamos, ingenuamente, que había que dejar la política a los políticos. Nos dio pereza pensar, criticar, actuar. Quienes no leímos los periódicos ni escuchamos las noticias por pereza y apatía somos cómplices del desastre. Mi desinterés por los asuntos públicos es parte del problema.
Los griegos tenían un término para nombrar a quien se desentendía de la política y sólo se interesaba por los asuntos privados: idiota. La idiotez es un modo de vida que se recluye en el espacio privado. Los idiotas pensamos que la política es algo que sucede en otro planeta, en otro país, no en la cocina de nuestra casa.
La realidad se impone. La política, nos guste o no, se cuela en nuestra casa, en nuestra cartera. Dos veces han robado mi casa. ¿Imaginan lo que se siente ver todo tirado por el suelo? Se siente uno impotente. En ambas ocasiones se llevaron mi computadora y, con ella, mis manuscritos, mis historias. Menos mal que tenía respaldada la información. Estamos a merced de los bárbaros.
La inseguridad, la violencia y la pobreza son enfermedades que hemos incubado durante docenas de años. El cinismo de las autoridades que deberían protegernos y la perfidia de los criminales son las principales causas del desastre. Pero el caldo de cultivo lo hemos entibiado nosotros. La dejadez, apatía, nuestra «idiotez» permitieron la proliferación del mal. Quienes vamos a la universidad, podemos comprar libros y utilizar una buena computadora tenemos una responsabilidad de la que no podemos desentendernos. Gritar fuerte, no acostumbrarnos, criticar, hablar, escribir. Las redes sociales son una herramienta a la mano. La injusticia no puede tener la última palabra. Ellos, los criminales y los políticos cínicos habrán triunfado cuando pensemos que no podemos hacer nada, ni siquiera quejarnos.
 

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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