Suscríbete a la revista  |  Suscríbete a nuestro newsletter

La vejez posmoderna, ¿una cárcel?

La esperanza de vida ha aumentado exponencialmente en México. En tres décadas y media el promedio de vida ha incrementado 13.6 años. En 1970 los varones vivían alrededor de 58.8 años y las mujeres, 63.6 años. Para 2006 a los varones y a las mujeres se les estimaba una vida promedio de 71.8 y 77.2 años, respectivamente. Somos una generación destinada a una larga vejez. ¿Estamos social, espiritual y culturalmente preparados para ello? Yo, al menos, no lo estoy.
El ser humano del siglo XXI goza de una longevidad inusitada. La medicina moderna progresa diariamente. Basta con aplicarse unas cuantas vacunas, comer frutas y verduras, ingerir complementos y vitaminas, evitar los tacos de carnitas de las esquinas, lavarse las manos antes de comer, y poco más, para granjearse 70 años de vida. Según el Consejo Nacional de Población (CONAPO), tan sólo en el periodo 2000-2006 la población de adultos mayores incrementó en 1.5 millones. Esto arrojó un total aproximado de 8.2 millones de adultos mayores. La ganancia en años de vida significa, entonces, una vejez dilatada. Los avances en materia de salud no son el elixir de la eterna juventud.
México y los mexicanos envejecen. El problema, sin embargo, no radica en los viejos, sino en los jóvenes. Envejecer es algo natural e irremediable. No aceptarlo y oponerse es lo usual, pero lo errado. El temor al envejecimiento es un lugar común en la sociedad actual. Se piensa que pasada cierta edad todo es cuesta abajo. Envejecer es, en palabras de Michel Houellebecq, «una sensación general e insulsa en la que se ahoga el trágico sentimiento de la muerte». El cabello cano y los pliegues en la piel antaño no eran estigmas sociales. Eran sinónimo de experiencia y sabiduría. En algún momento de la historia de esta sociedad visual, el respeto a la senectud se diluyó hasta convertirse en rechazo generalizado. El adjetivo «viejo» era elogioso, ahora hemos tenido que inventar una serie de eufemismos: «tercera edad», «adultos en plenitud», para esconder el terror que tenemos al declive del cuerpo.

EL QUE ENVEJECE PIERDE

Esto me recuerda las palabras de Lalo, un colega libertino y desenfadado. Con un tono quejumbroso, Eduardo afirmaba que «todas las cosas buenas de la vida tienen triglicéridos o embarazan». Prima facie, podría considerársele un promiscuo y un glotón. Pero al margen del hedonismo de sus palabras, mi amigo supo exponer la mentalidad de la época: la mala reputación de la vejez. Esta amarga conclusión es coherente con su lógica. Conforme pasan los años, las satisfacciones sexuales y gastronómicas se dificultan. Cuando se piensa como Lalo, ¿qué hay de bueno en ser viejo? Nada. Se reducen las posibilidades de gozar de las cosas más importantes en la vida.
Nuestra sociedad se levanta sobre cimientos sexuales. Con la concupiscencia como imperativo social, la sexualidad se ha hecho del monopolio moral: lo bueno es lo que embaraza o, mejor dicho, lo bueno es cuando no embaraza. Medida con esta regla, la vejez aparece como deleznable. En una de sus novelas, Houellebecq escribe: «El deseo sexual no sólo no desaparece, sino con la edad se vuelve cada vez más cruel, cada vez más desgarrador e insaciable, e incluso en los hombres, por regla general bastante escasos, en los que desaparecen las secreciones hormonales, la erección y todos los fenómenos asociados, no disminuye la atracción por los cuerpos jóvenes, se convierte, lo cual quizás sea aún peor, en cosas mentales, y deseo del deseo». La vejez posmoderna es una suerte de cárcel lasciva, una prisión de deseos insatisfechos, una constante lucha entre el querer y el no poder. La crueldad médica y científica radica en prolongar está condena. El yerro social está en erigir la sexualidad como un absoluto moral.
El aumento en la esperanza de vida se antoja como bueno en la medida en que se trate de una vida digna. Esta dignidad no debe entenderse en parámetros meramente corporales. La vida digna no es una vida puramente lúdica, sino aquella en que se garantizan las condiciones indispensables para la supervivencia, la plenitud y la felicidad. Y es que cuando el progreso social y la madurez espiritual no acompasan los avances científicos, las conquistas tecnológicas se vuelven estériles.

VIVIMOS MUCHO, ¿AHORA QUÉ?

Es raro ver, por ejemplo, a una persona mayor de 60 años que se mantenga activa profesionalmente. Si bien es cierto que el envejecimiento implica una disminución en las facultades físicas y, a veces, mentales, eso no hace del anciano un inútil. Lamentablemente, muy pocas empresas se atreven a contratar a un adulto mayor. Los consideran empleados de alto riesgo: las primas de los seguros son muy caras y el rendimiento bajo. Esto los obliga a trabajar en empleos informales o subempleos. Si a esto se le añade que apenas 40% de la población mayor de 65 años está pensionada, se concluye que más de la mitad dependen económicamente de sus familiares. Con incentivos fiscales y programas de apoyo como los del Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores, se ha intentado revertir esta tendencia. A pesar de algunos logros existen 9 mil 861 vacantes exclusivas para personas de 60 años y 926 adultos mayores con su propio negocio. No se puede descargar todo el futuro poblacional en el esfuerzo de unas instituciones.
Para colmo, además de la escasez de oportunidades para ser autosuficientes, refugiarse en la familia tampoco es garantía. Las transformaciones que ha experimentado la institución familiar, han repercutido directamente en la vida de los ancianos. Los nuevos modelos familiares excluyen, por definición, al abuelo de casa. Si estos modelos apenas necesitan de una pareja, si sus miembros apenas se responsabilizan de sí mismos, si escasamente admiten un hijo, un adulto mayor difícilmente cabrá en semejante estructura. No es casualidad, entonces, que cada vez sean más los ancianos que terminen viviendo en soledad, en un asilo, y que el fantasma de la eutanasia comience a rondar por sus cabezas.
El diagnóstico es aterrador: pérdida del valor de la ancianidad. Sea por la sacralización de la sexualidad, el menosprecio de la historia, o las transformaciones familiares, el adulto mayor ha sido relegado al inframundo de la pirámide social. En el momento en que el cronómetro sustituyó a la brújula, la ancianidad perdió su sentido. Los ancianos no corren. El poder educador del abuelo, la sabiduría acumulada, el consejo de vida, la conciencia del pasado, la ecuanimidad son valores de la vejez que se menosprecian en una civilización de la velocidad. En una sociedad que sólo mira hacia adelante, la vejez se traduce en la etapa en que «la vida se vuelve más necesaria y menos casual: la ruta es de una sola dirección».
A sus cuarenta y tantos años, el doctor Zagal, profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana, se dedica a escribir libros y a dar conferencias para juntar recursos para su inminente vejez. hzagal@yahoo.com

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

Newsletter

Suscríbete a nuestro Newsletter