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Recuerdo de Víktor E. Frankl

El 1o. de septiembre pasado falleció en Viena, a los noventa y dos años, Viktor Emil Frankl, el psiquiatra famoso en todo el mundo por ser creador de la logoterapia, el tratamiento de los enfermos mentales fundado sobre el redescubrimiento del significado de la vida. Profesor de neurología y psiquiatra en la Universidad de Viena, impartió cursos en las principales universidades de Europa y América. Recibió veintisiete doctorados honoris causa y escribió treinta y un libros, publicados en veinticuatro lenguas, incluyendo japonés, chino y ruso. Su libro Man´s search for meaning, publicado en español por la editorial Herder bajo el título de El hombre en busca de sentido. Un psicólogo en el campo de concentración, ha vendido nueve millones de ejemplares en todo el mundo. La revista italiana Studi Cattolici pidió su testimonio a Joan Baptista Torelló, teólogo y psiquiatra, amigo e interlocutor de Frankl. El escrito se publicó en diciembre del año pasado.

Un encuentro querido

Al trasladarme a Viena en 1964, traté de ponerme en contacto enseguida con el famoso psiquiatra Viktor E. Frankl, de quien había leído varias obras con gran satisfacción y provecho. Encontré su número telefónico en el directorio y, al primer intento, he aquí que estaba él mismo, sin intermediarios, en el teléfono, como después supe era su costumbre desde siempre y hasta su muerte.
Nuestro primer encuentro tuvo lugar en su habitación, vecina al Policlínico de Viena, donde durante veinticinco años impartió sus lecciones de logoterapia. Inmediatamente me envolvió su franqueza: que yo fuera un sacerdote católico (con uniforme) no lo alejó de mí, por el contrario, me pareció que le agradaba. Como dos perros dicho sea con todo respeto se husmean «para conocerse», así fue entre nosotros, decentísimamente, en aquella conversación que inició una amistad jamás interrumpida ni nublada.
No me referiré a nuestras coincidencias en materia de antropología y de psiquiatría (acerca del puesto eminente de Frankl en estas disciplinas habrá que escribir mucho todavía), sino dar a conocer algunos aspectos de su personalidad humanísima y queridísima.
Sobreviviente de cuatro campos de concentración
Discípulo de Rudolf Allers también psiquiatra austríaco, católico y tomista, Frankl se graduó como neurólgo con patentes intereses sociales, tanto que rápidamente fundó una cadena de consultorios para jóvenes con dificultades, con la colaboración de un notable, culto y celoso pastor de almas de la diócesis de Viena y de la psicóloga Charlotte Bühler, quien llegaría a gozar de fama internacional.
Como Freud, tuvo la oportunidad de huir del terror nazi yéndose al extranjero, pero por fidelidad a su jovencísima esposa y a sus padres, prefirió quedarse en Viena. Todos fueron arrestados y brutalmente conducidos a los campos de exterminio de los hebreos. Frankl conoció muy bien cuatro, y logró sobrevivir gracias a sus servicios médico-psicoterapéuticos que prestó sin discriminaciones.
Una tarde, mientras conversaba con él, me invitó una vez más a acompañarlo con su segunda mujer, Eleonor (Elly, su gran colaboradora), a un paseo sobre la Rax, la montaña de cerca de mil metros de altura bastante próxima a la capital austríaca, de la cual él era uno de los escaladores más expertos. Objeté que justamente aquel sábado debía celebrar un matrimonio en uno de los barrios más populares de la ciudad: el Vigésimo. La noticia lo agitó de modo evidente. Me explicó que, exactamente detrás del ábside de aquella iglesia, había vivido con su familia, y precisamente ahí se había despedido de los suyos antes de ser llevado al confinamiento que se revelaría mortal para todos, excepto para él. Mientras celebraba aquel matrimonio, en un momento determinado, vi aparecer en la iglesia a Frankl, su mujer y su hijo, que permanecieron hasta el final de la liturgia y vinieron después a la sacristía a «felicitarme» a mí, dado que los esposos les resultaban totalmente desconocidos
Frankl era así. No un sentimental, pero sí un hombre de una afectividad riquísima, a la que su fuerte inteligencia y vasta cultura debían no poco: adhesión a lo real concreto, al paciente singular, al amigo. No sólo con su convicción de que cada persona y cada situación vital poseen un significado (en última instancia, trascendente), sino también su temperamento abierto, aventurero e inalterable hicieron de él un intelectual y un ciudadano inquebrantablemente fiel a sí mismo y, al mismo tiempo, un hombre comprensivo, estimulante y siempre dispuesto a acudir en ayuda de cualquier necesidad o dolencia también en las circunstancias extremas, sin salida (recuérdense sus conversaciones con los presidiarios de San Quintín).
Él es el último psicoterapeuta de nuestro siglo, creador de un sistema completo, teórico y práctico, original, con raíces antropológicas clásicas y modernas: en él se dan la mano, Sócrates y Max Scheler, Tomás de Aquino y Heidegger; todo junto a la pasión integradora de metafísica y fenomenología de una Edith Stein y del Karol Wojtyla de Persona y acción.
Ánimo generoso
Muchos lectores de su obra escrita en un lenguaje vivo e impactante, lo han tenido por católico, pero él permaneció fiel a la fe de sus padres y de su jovencísima mujer, mártires de la persecución nazi. La lectura de sus memorias de la vida en los campos de concentración conmueve y sorprende porque, sin minimizar en efecto los horrores de aquel infierno, revela su ánimo generoso, libre de rencores y de espíritu de venganza, frecuente en la literatura del género; pero su persona sorprendía todavía más: siempre alegre, siempre acogedor, jamás encerrado en etiquetas políticas. Fue un gran defensor del Presidente Kurt Waldheim, víctima de una campaña calumniosa desencadenada por los socialistas austríacos y victoriosamente conducida por un grupúsculo de potentes hebreos estadounidenses; y, al recibir la más alta distinción honorífica austríaca, no se recató de citar a Heidegger (colaborador del nazismo, aún hoy casi innombrable en su patria) entre las personas a las que más debía, no sólo por su análisis del existente, sino sobre todo por su integridad intelectual que le impidió la publicación de la segunda parte de Sein und Zeit que habría sido un acontecimiento, también de ventas porque no estaba convencido de su verdad filosófica.
Frankl, que en tantas naciones tiene institutos y cátedras sobre su logoterapia, vio surgir finalmente con gran retardo, en los años ochenta, un centro dirigido por sus discípulos, que sin embargo, pocos años después debió desautorizar porque ellos, con tal de obtener la licencia de la burocracia oficial todavía dominada por la vieja ortodoxia freudiana, llegaron a un acuerdo con procedimientos que Frankl consideraba incompatibles con sus tesis sobre la persona humana Y no se trataba de testarudez, sino de aquella coherencia y rectitud de conciencia que el mundo «mundano» puede considerar vanidades hipersensibles o, posmodernamente, «fundamentalismos». Pero Frankl tenía razón y, aunque el parangón es un poco arriesgado, la juventud lo sigue como a Juan Pablo II: ambos han predicado lo contrario al relativismo absolutista y al hedonismo dominante, pero los jóvenes tienen el «olfato sano» que husmea el «sentido de la vida», también allá donde se lo niega. Y es esto lo que jala, en torno a un Papa y a un científico, multitudes de personas jóvenes y entusiastas.
Frankl, profesor universitario en Viena, Pittsburgh, Harvard, Dallas, San Diego (California), con una cátedra que lleva su nombre en la Academia de Filosofía de Liechtenstein y con casi una treintena de doctorados honoris causa, autor de bestsellers internacionales, conferencista infatigable (en más de 200 universidades de los cinco continentes), era también un alpinista apasionado, a los sesenta años se hizo piloto aviador, sabía improvisar una caricatura acertadísima, contaba chistes (casi siempre hebreos) con gran verve y siempre con una pizca de psicología, tenía la afición de los lentes y podía exhibirse en el piano con un tango endiablado o un vals vienés, leía muchísimo y recitaba los Salmos en latín
Me presentaba a conocidos, colegas y autoridades como su querido amigo y como «sacerdote del Opus Dei que siempre ha respetado mi opción de fe»; me pidió que bautizara a su primera nieta (Catalina Rebeca) y que lo acompañara a una audiencia con el Papa Pablo VI y a una visita inolvidable al beato Josemaría Escrivá. Este último encuentro resultó para mí que fungía como intérprete particularmente fatigoso. Las frases de uno y otro se pisaban continuamente, picantes, agudas, diferentes pero sinceras, y yo me columpiaba, voluntarioso pero resollando: Frankl decía que quería servir al Creador y a las creaturas, el Beato declaraba que sus amores más grandes eran hebreos (Jesús y María), Frankl replicaba con la defensa de la conciencia que no crea sino que escucha la voz del Trascendente, el Beato lo alababa por su dedicación a los enfermos del siglo En un momento, el psiquiatra me susurró al oído: «Este hombre es una bomba atómica espiritual», y terminó en los brazos del Beato, llorando de alegría.
Casi un presentimiento
Dos meses antes de su muerte que, como él deseaba, no fue causada por un ictus cerebral sino por un infarto cardiaco lo visité en su casa. Ya estaba ciego, pero activísimo, y giraba con gran agilidad de una habitación a la otra del departamento para «mostrarme» libros o cartas recién recibidas, contestaba el teléfono (Helsinki, Nápoles, Nueva York) o dictaba a su mujer una breve carta Me acompañó al elevador y ahí en el rellano me dio su último abrazo susurrándome con su habitual espontaneidad: «Rece por mí», que dejaba entrever un presentimiento.
Frankl pautó derecho toda la vida, movido por la inderogable exigencia de su responsabilidad científica y humana, frente a Dios y al prójimo doliente, fiel a su vocación de dar significado a todas las existencias personales. Truncaba todo relativismo y no cedía frente a los nihilismos de turno. No era un amigo fácil, pero era imposible abandonarlo. Una conversión al catolicismo de personalidades hebreas de este calibre y de este pensamiento tan afín al cristianismo (piénsese, por ejemplo, en Bergson) es una gracia singular, que Dios otorga a quien quiere y como quiere. Una vez, ante una observación mía sobre un escrito suyo: «Esta tesis es cristiana al cien por ciento», Frankl rebatió, entre serio y bromista, con la clásica sentencia: «Anima naturaliter christiana». No nos toca a nosotros juzgar. Dios sabe más.

(Traducción de Ignacio Ruiz Velasco Nuño).

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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