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El marketing desde la cumbre

La obra de Helmut Maucher, El marketing desde la cumbre, tiene importancia en México por muchos aspectos. Desearía limitarme a uno de ellos, que me parece, a la par, el más trascendental para nosotros, al mismo tiempo que el menos evidente.
Experimentado en la dirección de una de las empresas internacionales de mayor nombre y confiabilidad, nos dice desde el principio que es éste un libro de carácter muy personal (p.18). Pero de la lectura de su obra extraemos una conclusión más extensa: no sólo su libro, sino su concepto de la dirección de empresa gira alrededor del carácter personal del director.
Esta idea constituye el leit motiv, el principio rector, aunque subyacente, de toda su obra, y me atrevería a decir que no sólo obra entendida como libro, sino obra entendida como tarea de dirección, que está condensada en este valioso libro.

ENTRE CIENCIA Y ARTE

Tal idea central se observa ya desde el principio cuando leemos que la tarea directiva se expresa mejor con el vocablo alemán Führungskunst” (p.8), que con el inglés de management (no dudo que su significado es más claro, aunque tampoco de que su pronunciación es algo más compleja). Führungskunst significa en alemán el arte de dirigir (ibídem). Me satisface que un manager de experiencia y éxito haga una afirmación de esta especie, y la mantenga a lo largo de las ciento sesenta páginas de su escrito. Ello es oportunísimo para este momento de México porque nos invade una corriente tecnológica y pseudo-científica, conforme a la cual se piensa que lo más importante para la acertada conducción de las empresas es el conocimiento y aplicación de las muchas, nuevas y sofisticadas técnicas administrativas que proliferan en tantas escuelas de negocios. Nos dice Maucher que “nada tomó de los manuales de administración” (p.7) y “en vano [ el lector] buscará respuestas a cuestiones técnicas o metodológicas (ibídem).
La tarea directiva es menos una labor tecnológica o científica, y más aún, un quehacer prudencial o artístico.
La diferencia entre estos dos grandes campos de la acción humana – ciencia por un lado, prudencia por el otro; técnica por un lado y por el otro arte- es muy distinta, y es un error de fatales consecuencias el no reparar nítidamente en su diversidad.
La ciencia y la técnica, según la epistemología clásica, se refieren a leyes generales, porque su tema o asunto corresponde a lo que sucede o acaece siempre de la misma manera. La prudencia y el arte, por el contrario, se encaran con fenómenos siempre distintos, con sucesos nuevos, con avatares sin precedentes, acerca de los cuales la ley general no puede aplicarse de una manera técnica o científica, porque requieren respuestas ad hoc: más que el conocimiento de lo que antes sucedió se necesita la inventiva frente a lo que va a suceder: eso es el arte y la prudencia del buen dirigir.
Pero hay otra distinción más importante entre la ciencia y técnica por un lado, y la prudencia y el arte por el otro. La ciencia y la técnica giran alrededor del objeto, circunstancia o materia que debe transformarse: se debe actuar entonces conforme a las exigencias del objeto, circunstancia o materia. En la fabricación del ácido sulfúrico lo que rige la acción son las leyes del azufre, del oxígeno y del nitrógeno, de que se compone la materia en cuestión. Para poner un ejemplo más afín al autor que nos ocupa, la producción del nescafé y de la barra de chocolate, dependen desde el principio de las propiedades de la moka o del cacao. En cambio, la decisión de producir ácido sulfúrico o nescafé, no depende evidentemente de sus diversas características, sino que depende de mí, del sujeto que se decide -en donde el reflexivo tiene toda la fuerza del compromiso de la persona: soy yo el que tengo que decidirme a esa o aquella fabricación.

DIRECCIÓN ORIENTADA A LA PERSONA

Esto es, la acción directiva, el management, el o la Führungskunst, depende del sujeto que la realiza, es una extensión de su yo; proviene de su talante individual, florece a partir de su persona. En la dirección no importa tanto el objeto sobre el que se actúa cuanto el sujeto que lleva a cabo la acción. El modo de hacer la dirección depende directamente del modo de ser de la persona. Maucher nos dice que lo más importante de la empresa son los mandos inferiores y por eso la dirección debe orientarse hacia las personas y no hacia los sistemas (p.22). El marketing mismo, que es el tema central de la obra, “debe estar siempre por encima de la técnica” (p.26) porque el marketing “es algo más que una técnica” (p.28).
De ahí que la obra de Maucher esté cruzada toda ella por constantes referencias decisivas a las cuestiones caracterológicas y éticas del director. Es decir, de aquel que se encuentra en la cumbre de las organizaciones. Cuestiones caracterológicas y éticas, si es que se trata de asuntos diferentes ya que tal como fue entendido en los orígenes de nuestra cultura occidental, el meollo de la ética se encuentra precisamente en la forja del carácter.
Respecto de las cuestiones caracterológicas atrae poderosamente nuestra mirada el que para seleccionar el personal no se fije sólo en las aptitudes profesionales, en los conocimientos disciplinares o en las habilidades técnicas, sino en rasgos básicos del carácter humano, y concretamente la creatividad, el empeño, la audacia, el temple y la disposición de hacer carrera… (p.22). En el ámbito cerrado de los modelos matemáticos, de los cálculos estadísticos, de los sistemas de informática, de las fórmulas de macro y micro economía, la mención de esas características gracias a las que el hombre es propiamente tal, produce en nosotros la sensación de una bocanada de aire fresco, gracias a la que se respira sentido común y simplicidad, que son sin duda las dos notas con que me atrevería a definir la obra que es objeto de nuestro comentario.

SIN SONRISA NO HAY TIENDA

Lo mismo puede decirse cuando Maucher, al resumir las máximas para alcanzar el éxito (p.21), apela también a rasgos profundos del carácter humano: la integridad, por la que los hechos y las acciones pesan más que las palabras, condición imprescindible para ser confiables: “la concordancia entre lo que decimos y lo que hacemos” (p.23;a la que se añade el compromiso del director y la involucración de los empleados (ibídem), sin olvidar tampoco la simpatía: quien pudiera catalogarse a priori, sin conocerlo, como un adusto sajón o un rígido prusiano nos recuerda – y es bueno recordarlo en los momentos de crisis- el refrán chino según el cual “quien no sepa sonreír que no abra una tienda” (p.40).
En esta atención a las notas propias del carácter no solamente se detiene en las cualidades que se poseen, de las que hemos dado aquí una brevísima muestra, sino que presta relieve a los objetivos que se pretenden: hay objetivos personales, que no auguran una buena carrera profesional. Resalta a nuestros ojos la mención de una de las metas a la que casi todos nuestros gerentes aspiran confesada o inconfesadamente, y que se consideran incluso como uno de los signos de éxito, mientras que Helmut Maucher no duda en poner al descubierto sin embozos: ¿quién no puede señalar a más de uno de los actuales gerentes que -como lo dice literalmente nuestro autor- “están interesados en ocupar puestos… de cierto prestigio, halagar su vanidad y hacer carrera rápida?” (p.38). Quienes apuntan a tales aspiraciones son descalificados por el que fuera por más de dos lustros director de la Nestlé; y se descalifican no por falta de habilidad técnica sino por fallas caracterológicas que el buen sentido considera como principales.

MORAL Y UTILIDADES

Según se sabe, a partir del pasado siglo las universidades comenzaron equivocadamente a prestar más atención a los conocimientos tecnológicos y científicos que a la formación del carácter de los alumnos. Era el siglo del auge de la ciencia y del equinoccio de la ética. Los resultados no han sido buenos, porque los avances materiales nos han costado una inequívoca atrofia del espíritu humanista. Nos congratulamos de que un hombre experimentado de cuya dimensión pragmática nadie puede dudar y muchos envidiamos, acierte a señalar este punto con la autoridad de que sus logros lo revisten.
Pero en esta obra están presentes, dijimos, no sólo decisivas cuestiones caracterológicas sino importantes planteamientos éticos. El capítulo “Ética y economía” (p.105), que es uno de los o­nce que componen esta obra, no elude la gran cuestión moral de nuestro tiempo, que constituye el cuadrado redondo del management moderno: “si la moral y el beneficio –  o utilidad- son conceptos compatibles” (p.111), y nos contesta, sin que le tiemble la pluma, lacónica y germánicamente, que “no hay contradicción entre la moral y el beneficio” (p.113;es decir, que el ganar dinero no exige, de suyo y por sí, la transgresión de las reglas éticas.
Más aún, el tono mesurado y ecuánime que invade su libro, parece romperse en este momento, al manifestar sin ambages su entusiasmo por la economía de mercado, entusiasmo que podría parecernos exagerado si no nos diera las razones frías y objetivas que lo fundamentan. La economía de mercado es – nos dice- “el complemento lógico de la democracia” (p.112). Pero no se detiene aquí: adelanta Maucher un pensamiento con el que, de alguna manera, desea vincular esta economía de mercado con uno de los principios fundamentales de la doctrina social cristiana. Es un pensamiento profundo, que yo no había leído hasta ahora, y que por ello cito textualmente: “La economía de mercado es el complemento lógico de la democracia y del principio de subsidiaridad económica, puesto que propicia el reparto óptimo del poder a través de dispositivos de control y descentralización” (p.112).
¿Ha logrado Maucher aquí, en este capítulo décimo, la deseada síntesis entre la ética que hemos de vivir a fuer de hombres y las utilidades monetarias que hemos de lograr como hombres de negocios? ¿Ha dibujado los razones principales de una síntesis gracias a la cual el hombre de negocios, en medio de su éxito económico, no claudique en su condición de hombre cabal y pleno? Yo no me atrevería a contestar afirmativamente, porque la armonía, interrelación o ensamble, entre la dirección y la ética no es un asunto sencillo al que pueda responderse sin matices.
Me atrevería a decir, sí, que nuestro autor hace una contribución muy positiva en ese difícil plexo de los negocios y la moral en que se decide el futuro de nuestro porvenir económico.

EL VALOR DEL EGOÍSMO

Hay un punto que deseo destacar porque toca el nervio del problema. Nos dice Maucher que “la ética no pretende condenar sin más al egoísmo, pues nuestro sistema económico descansa en ese egoísmo” (p.107). Subrayo el sin más, porque es ahí en donde han de introducirse los matices. Sólo las éticas deletéreas y amiboides descartan sin más el egoísmo: las éticas realistas consideran que el egoísmo – el pensar en mí- constituye uno de los componentes esenciales – y por tanto inevitables- de la conducta humana. Lo que la ética clásica nos dice es, por una parte, que el hombre no se comporta como tal, como hombre, cuando actúa sin más por egoísmo, en donde debe subrayarse de nuevo el sin más. Por otro lado, la ética clásica, y concretamente la Ética a Nicómaco de Aristóteles, nos dice que hay un significado vulgar del egoísta: el que procura sin más – sin ningún otro horizonte-sólo por sí mismo. Pero hay otro sentido, el auténtico: aquel que se cuida en darse a sí lo mejor; entonces quien se preocupa de los otros, es el verdadero egoísta. Ello significa que el verdadero egoísta es el hombre generoso, porque es aquel que acierta a darse a sí mismo lo mejor.
Yo no quiero poner en boca de Maucher palabras que no nos ha dicho. Pero adelanto la conjetura de que él, como yo, piensa que así como la ética no nos pide que no actuemos nunca con egoísmo, tampoco la economía de mercado requiere que actuemos siempre egoístamente.
El liberalismo económico puro nos dice que si cada uno persigue su propio bienestar, de ahí, vendrá, como por una mano invisible, el bienestar de todos los demás. Esto puede ser cierto, aunque no se ha podido históricamente constatar. Pero la economía social de mercado da cabida a otro axioma diferente, que cada uno de nosotros puede comprobar en el breve curso de su biografía personal: si nos preocupamos del bien de los demás, advendrá, como por otra mano invisible, nuestro propio bien.
La economía de mercado no puede postular como única ley el egoísmo individualista porque, junto a ella, debe defender un fair play, un juego limpio sin el cual las operaciones mercantiles se convertirían en una batalla campal; y se convierten, en efecto, en pelea encarnizada cuando no existe el fair play – como acontece en el ambiente latinoamericano – o cuando, existiendo, no siempre se respeta – como ocurre en el ámbito comercial sajón. Si a la competencia profesional y a la capacidad directiva no se añade un alto sentido de responsabilidad moral, se puede llegar, nos dice nuestro autor, a casos extremos como Hitler y Stalin (p.106) a quienes se les podrían reprochar muchas cosas, pero no la falta de capacidad de management.

IMPORTANCIA DE LA AUTONOMÍA

En Maucher, esas reglas del juego limpio, están certeramente señaladas, y querría sacarlas a la luz conjuntamente como epílogo de mis comentarios a su obra. Tratándose de un estudio que tiene como eje el marketing desde la cumbre, he podido concluir – espero que acertadamente – que nuestro autor ha puesto especial empeño en subrayar a aquellos principios morales de la conducta que son transgredidos impunemente hoy en esa selva en que se han convertido nuestros mercados, en donde se desenvuelve el acto prototípico de todo negocio que es el de vender.
El primer principio moral de la conducta en las ventas es, para Maucher, el respeto a la autonomía de las entidades y de las personas. De las personas, porque Maucher considera que toda sana política de ventas debe respetar al consumidor, considerándolo como capaz de tomar sus propias decisiones (p.37). Personalmente, nos gusta esta propuesta suya para salir al paso del consumismo imperante. Lo diré con mis propias palabras: el consumismo no es efecto de la agresividad de los que vendemos, sino de la falta de personalidad y temple de los que compramos. Hemos de ser lo que Sharpf consideraba consumidor reflexivo. Aquel que, ante la posibilidad de la adquisición de cualquier producto, pregunta: ¿qué necesidad tengo de satisfacer esta necesidad? Una sana política de ventas sería la de suscitar en el cliente esta reflexividad, más que aquella docilidad. Esto haría que nuestra publicidad pudiera ser genuina (genuina tanto en lo informativo como en lo emotivo) (p.35). Se requiere fomentar esa autonomía, ese dominio de sí, ese ser dueño de nosotros mismos en la educación –  nos dice Maucher- , en la formación, en el cambio de mentalidad, en la toma de conciencia, en el ambiente familiar, en los seminarios de economía y en los programas de perfeccionamiento (p.102 y 103).
Respeto, también, a la autonomía de los empleados porque la persona rinde más en condiciones de autonomía, y respeto a las otras empresas con las que convivimos en esa densa macla que se produce en el rejuego de los negocios. El sentido común le hace decir algo que debería ser también una derivación del principio de acción subsidiaria: “las grandes empresas pueden estimular a las pequeñas si dejan de ocupar tareas que no son de su competencia… Los servicios que no pertenecen a la macro empresa pueden ser contratados por ésta en el mercado: publicidad, transporte, estudios de mercado, comedor, reparaciones, servicios financieros, limpieza… Al hacerlo así… abren nuevas oportunidades para empresarios independientes… [ y] se descarga a la dirección de una gran empresa, de responsabilidades que no son de su competencia” (p.100).
Parece que Maucher está descubriendo, quizá sin haberse percatado de ello, el sistema del Keiretzu, esto es, del proceso de subcontratación japonés, en virtud del cual la Toyota subcontrata un 70% de los componentes de su automóvil, mientras que la General Motors sólo un 30% del suyo (Llano Carlos, La creación del empleo, 1995 p.100).

EL FRUTO DE LA TRANSPARENCIA

Como complementario de este principio de respeto de la autonomía del cliente, del empleado y de las empresas subsidiarias o afines, Maucher enfatiza para nuestra satisfacción el principio de credibilidad. “La publicidad debe planearse como una estrategia a largo plazo, con continuidad en el mensaje y credibilidad en lo anunciado” (p.43). No podría decirse con mayor profundidad ni con menor laconismo. Pero el principio de credibilidad para el autor del Marketing desde la cumbre es rigurosamente mutuo: no sólo debe ponerme en tesitura de que los demás me crean, sino en actitud de yo creer también a los demás. Tenía yo un colega que guiaba sus relaciones sociales bajo la sabida norma de “piensa mal y acertarás”. Le dijimos que esa tónica de desconfianza no era positiva para la organización, y cambió su máxima por ésta otra: “piensa bien, aunque te equivoques”. En este delicadísimo terreno del marketing, Maucher va mucho más allá que mi colega, cuando nos dice que “es mejor que se nos estafe dos veces de cada cien antes que prescindir de la ventaja que brinda el demostrar que tenemos la mayor confianza” a los demás (p.101).
De este principio de credibilidad se desprende como fruto, natural y maduro, la transparencia de la empresa. “La mejor política… es transparente y franca” (p.57). ¿Cuántas de nuestras empresas podrían suscribir este atractivo y sugerente programa de comunicación? Para hacerlo tendrían que aceptar alguno de los aforismos que encontramos salpicando esta obra como mosaico de certidumbres y convicciones: “hay que ganar en lugar de engañar” (p.49;o éste otro “hay que adoptar medidas que permitan conquistar la fidelidad del cliente” (p.48, cfr. también p.34;y finalmente también éste: “la información debe ser honésta” (p.11), hasta tocar el hueso de la veracidad filosófica: la realidad concreta debe éstar por encima de granjearse el agrado del comprador (p.46).
También éste principio, con tan certeras expresiones, nos da la sensación de la brisa marina, del aire sin contaminación. Sabemos que el ambiente de las ventas y de la publicidad pertenecen a esa noble atmósfera que se llamó retórica: el arte o la habilidad, la definió Aristóteles, de hacer verosímil lo verdadero. Pero también sabemos que la retórica puede resbalar fácilmente hacia la sofística: que es la maña de hacer verosímil lo falso. Tal como éstán las cosas, no es fácil distinguir si un vendedor, o un publicista, o un político, éstá usando la noble palabra retórica o la vil palabra sofística.
No se crea, sin embargo, que en ésta obra la transparencia, la veracidad y la credibilidad se ofrecen sólo como instancias de naturaleza ética; son al mismo tiempo imperativos de realidad. El vendedor que engaña no sólo es un mal hombre: es también un mal vendedor. Así nos lo dice éste experto director de negocios con su indefectible realismo: “la moderna evolución de la comunicación ha contribuido en gran medida a la transparencia de las empresas…, al exponernos a las miradas de todo el mundo” (p.57).
Y es que para Helmut Maucher no hay diferencia entre un buen empresario y un empresario bueno; no hay diferencia entre la aptitud profesional y la rectitud ética: “un empresario -nos dice- que hace su trabajo lo mejor posible, obra de manera moral y ética en un sentido objetivo” (p.105). Con lo cual engancha, tal vez también sin saberlo, no ya con los recientes sistemas orientales sino con los orígenes de nuéstra cultura de occidente. Ya Platón dejó dicho hace dos mil quinientos años en su República, que la mejor manera de vivir la justicia es el buen cumplimiento del propio oficio.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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